Page 56 - Amor en tiempor de Colera
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término su aventura. A ella le bastó morder el metal de las joyas, y mirar a contraluz las
                    piedras de vidrio, para darse cuenta de que alguien estaba medrando con el candor de su
                    hijo.  Euclides  le  juró  de rodillas  a Florentino Ariza que  no había nada turbio  en su
                    negocio,  pero no volvió a dejarse  ver el domingo siguiente  en el puerto de los
                    pescadores, ni nunca más en ninguna parte.
                          Lo único que le  quedó de aquel  descalabro a  Florentino Ariza,  fue  el  refugio  de
                    amor del faro. Había llegado hasta allí en el cayuco de Euclides, una noche en que los
                    sorprendió la  tormenta  en mar abierto,  y desde entonces  solía ir por las  tardes  a
                    conversar con  el farero  sobre las incontables maravillas  de la  tierra  y del agua que  el
                    farero sabía. Ese fue el principio de una amistad que sobrevivió a los muchos cambios del
                    mundo. Florentino Ariza aprendió a alimentar la luz, primero con cargas de leña y luego
                    con tinajas de aceite, antes de que nos Uegara la energía eléctrica. Aprendió a dirigirla y
                    a aumentarla con los espejos, y en varias ocasiones en que el farero no pudo hacerlo se
                    quedó vigilando las noches del mar desde la torre. Aprendió a conocer los barcos por sus
                    voces, por el tamaño de sus luces en el horizonte, y a percibir que algo de ellos le llegaba
                    de regreso en los relámpagos del faro.

                          Durante  el  día el placer era  otro,  sobre  todo  los domingos. En  el barrio de Los
                    Virreyes,  donde  vivían los ricos  de la ciudad vieja,  las  playas de las  mujeres estaban
                    separadas de las de los hombres por un muro de argamasa: una a la derecha y otra a la
                    izquierda del  faro. Así que  el farero había instalado  un  catalejo con  el cual podía
                    contemplarse, mediante  el pago  de un centavo,  la  playa de las mujeres. Sin  saberse
                    observadas, las señoritas de sociedad se mostraban lo mejor que podían dentro de sus
                    trajes de baño  de  grandes  volantes, con  zapatillas  y sombreros,  que ocultaban los
                    cuerpos casi tanto como la ropa de calle, y eran además menos atractivos. Las madres
                    las  vigilaban desde  la orilla, sentadas  a  pleno sol en mecedoras de mimbre  con  los
                    mismos  vestidos, los  mismos sombreros de plumas, las mismas sombrillas de organza
                    con que habían ido a la misa mayor, por temor de que los hombres de las playas vecinas
                    las sedujeran por debajo del  agua. La realidad  era que a través del catalejo no podía
                    verse más ni nada más excitante de lo que podía verse en la calle, pero eran muchos los
                    clientes que  acudían  cada domingo  a  disputarse el telescopio  por  el puro deleite de
                    probar los frutos insípidos del cercado ajeno.
                          Florentino Ariza era uno de ellos, más por aburrimiento que por placer,  pero no
                    fue por ese atractivo adicional por lo que se hizo tan buen amigo del farero. El motivo
                    real fue que después  del desaire de Fermina Daza, cuando contrajo la fiebre de los
                    amores desperdigados para tratar de reemplazarla, en ningún otro sitio diferente del faro
                    vivió las horas más felices ni encontró un mejor consuelo para sus desdichas.  Fue  su
                    lugar más amado. Tanto, que durante años estuvo tratando de convencer a su madre, y
                    más tarde al tío León XII, de que lo ayudaran a comprarlo. Pues los faros del Caribe eran
                    entonces  de  propiedad  privada, y  sus dueños cobraban el derecho  de paso hacia el
                    puerto  según  el tamaño de  los  barcos. Florentino Ariza pensaba  que esa  era  la única
                    manera honorable de  hacer un buen negocio con la poesía,  pero ni la madre ni el tío
                    pensaban lo mismo, y  cuando él  pudo hacerlo  con  sus  recursos ya  los faros  habían
                    pasado a ser de propiedad del estado.

                          Ninguna de esas ilusiones fue vana, sin embargo. La fábula del galeón, y luego la
                    novedad del faro, le fueron aliviando la ausencia de Fermina Daza, y cuando menos lo
                    presentía le llegó la noticia del regreso. En efecto, después de una estancia prolongada
                    en Riohacha, Lorenzo Daza había decidido volver. No era la época más benigna del mar,
                    debido a los alisios de diciembre, y  la goleta histórica, la  única que se arriesgaba a la
                    travesía, podía  amanecer  de regreso  en el puerto de origen  arrastrada  por un  viento
                    contrario.  Así fue.  Fermina  Daza había pasado una noche de agonía, vomitando  bilis,
                    amarrada a la litera de un camarote que parecía un retrete de cantina, no sólo por la
                    estrechez  opresiva  sino por la pestilencia  y  el calor.  El movimiento era tan fuerte que
                    varias veces tuvo la impresión de que iban a reventarse las correas de la cama, desde la
                    cubierta le llegaban retazos de unos gritos  doloridos que  parecían de naufragio,  y los
                    ronquidos de tigre de su padre en la litera contigua eran un ingrediente más del terror.

                     56  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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