Page 58 - Amor en tiempor de Colera
P. 58
-Te entrego las llaves de tu vida -le dijo.
Ella, con diecisiete años cumplidos, la asumió con pulso firme, consciente de que
cada palmo de la libertad ganada era para el amor. Al día siguiente, después de una
noche de malos sueños, padeció por primera vez la desazón del regreso, cuando abrió la
ventana del balcón y volvió a ver la llovizna triste del parquecito, la estatua del héroe
decapitado, el escaño de mármol donde Florentino Ariza solía sentarse con el libro de
versos. Ya no pensaba en él como el novio imposible, sino como el esposo cierto a quien
se debía por entero. Sintió cuánto pesaba el tiempo malversado desde que se fue, cuánto
costaba estar viva, cuánto amor le iba a hacer falta para amar a su hombre como Dios
mandaba. Se sorprendió de que no estuviera en el parquecito, como lo había hecho
tantas veces a pesar de la lluvia, y de no haber recibido ninguna señal suya por ningún
medio, ni siquiera por un presagio, y de pronto la estremeció la idea de que había
muerto. Pero en seguida descartó el mal pensamiento, porque en el frenesí de los
telegramas de los últimos días, ante la inminencia del regreso, habían olvidado concertar
un modo de seguir comunicándose cuando ella volviera.
La verdad es que Florentino Ariza estaba seguro de que no había regresado, hasta
que el telegrafista de Riohacha, le confirmó que se había embarcado el viernes en la
misma goleta que no llegó el día anterior por los vientos contrarios. Así que el fin de
semana estuvo acechando cualquier señal de vida en su casa, y desde el anochecer del
lunes vio por las ventanas una luz ambulante que poco después de las nueve se apagó
en el dormitorio del balcón. No durmió, presa de las mismas ansiedades de náuseas que
perturbaron sus primeras noches de amor. Tránsito Ariza se levantó con los primeros
gallos, alarmada de que el hijo hubiera salido al patio y no hubiera vuelto a entrar desde
la media noche, y no lo encontró en la casa. Se había ido a errar por las escolleras, y
estuvo recitando versos de amor contra el viento, llorando de júbilo, hasta que acabó de
amanecer. A las ocho estaba sentado bajo los arcos del Café de la Parroquia, alucinado
por la vigilia, tratando de concebir un modo de hacerle llegar su bienvenida a Fermina
Daza, cuando se sintió sacudido por un estremecimiento sísmico que le desgarró las
entrañas.
Era ella. Atravesaba la Plaza de la Catedral acompañada por Gala Placidia, que
llevaba los canastos para las compras, y por primera vez iba vestida sin el uniforme
escolar. Estaba más alta que cuando se fue, más perfilada e intensa, y con la belleza
depurada por un dominio de persona mayor. La trenza había vuelto a crecerle, pero no la
llevaba suelta en la espalda sino terciada sobre el hombro izquierdo, y aquel cambio
simple la había despojado de todo rastro infantil. Florentino Ariza se quedó atónito en su
sitio, hasta que la criatura de aparición acabó de cruzar la plaza sin apartar la vista de su
camino. Pero el mismo poder irresistible que lo paralizaba lo obligó después a
precipitarse en pos de ella cuando dobló la esquina de la catedral y se perdió en el
tumulto ensordecedor de los vericuetos del comercio.
La siguió sin dejarse ver, descubriendo los gestos cotidianos, la gracia, la madurez
prematura del ser que más amaba en el mundo y al que veía por primera vez en su
estado natural. Le asombró la fluidez con que se abría paso en la muchedumbre.
Mientras Gala Placidia se daba encontronazos, y se le enredaban los canastos y tenía que
correr para no perderla, ella navegaba en el desorden de la calle con un ámbito propio y
un tiempo distinto, sin tropezar con nadie, como un murciélago en las tinieblas. Había
estado muchas veces en el comercio con la tía Escolástica, pero siempre fueron compras
menudas, pues su padre en persona se encargaba de abastecer la casa, y no sólo de
muebles y comida, sino inclusive de las ropas de mujer. Así que aquella primera salida
fue para ella una aventura fascinante idealizada en sus sueños de niña.
No prestó atención a los apremios de los culebreros que le ofrecían el jarabe para
el amor eterno, ni a las súplicas de los mendigos tirados en los zaguanes con sus Hagas
humeantes, ni al indio falso que trataba de venderle un caimán amaestrado. Hizo un
recorrido largo y minucioso, sin rumbo pensado, con demoras que no tenían otro motivo
que el deleite sin prisa en el espíritu de las cosas. Entró en cada portal donde hubiera
algo que vender, y en todas partes encontró algo que aumentaba sus ansias de vivir.
58 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera