Page 57 - Amor en tiempor de Colera
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Por primera vez en casi tres años pasó una noche en claro sin pensar un instante en
Florentino Ariza, y en cambio él permanecía insomne en la hamaca de la trastienda
contando uno a uno los minutos eternos que faltaban para que ella volviera. Al
amanecer, el viento cesó de pronto y el mar se volvió plácido, y Fermina Daza se dio
cuenta de que había dormido a pesar de los estragos del mareo, porque la despertó el
estrépito de las cadenas del ancla. Entonces se quitó las correas y se asomó por la
claraboya con la ilusión de descubrir a Florentino Ariza en el tumulto del puerto, pero lo
que vio fueron las bodegas de la aduana entre las palmeras doradas por los primeros
soles, y el muelle de tablones podridos de Riohacha, de donde la goleta había zarpado la
noche anterior.
El resto del día fue como una alucinación, en la misma, casa donde había estado
hasta ayer, recibiendo las mismas visitas que la habían despedido, hablando de lo
mismo, y aturdida por la impresión de estar viviendo de nuevo un pedazo de vida ya
vivido. Era una repetición tan fiel, que Fermina Daza temblaba con la sola idea de que lo
fuera también el viaje de la goleta, cuyo solo recuerdo le causaba pavor. Sin embargo, la
única posibilidad distinta de regresar a casa eran dos semanas de mula por las cornisas
de la sierra, y en condiciones aún más peligrosas que la primera vez, pues una nueva
guerra civil iniciada en el estado andino del Cauca estaba ramificándose por las
provincias del Caribe. Así que a las ocho de la noche fue acompañada otra vez hasta el
puerto por el mismo cortejo de parientes bulliciosos, con las mismas lágrimas de adioses
y los mismos bultos de matalotaje de regalos de última hora que no cabían en los
camarotes. En el momento de zarpar, los hombres de la familia despidieron la goleta con
una salva de disparos al aire, y Lorenzo Daza les correspondió desde la cubierta con los
cinco tiros de su revólver. La ansiedad de Fermina Daza se disipó muy pronto, porque el
viento fue favorable toda la noche, y el mar tenía un olor de flores que la ayudó a bien
dormir sin las correas de seguridad. Soñó que volvía a ver a Florentino Ariza, y que éste
se quitó la cara que ella le había visto siempre, porque en realidad era una máscara,
pero la cara real era idéntica. Se levantó muy temprano, intrigada por el enigma del
sueño, y encontró a su padre bebiendo café cerrero con brandy en la cantina del capitán,
con el ojo torcido por el alcohol, pero sin el menor indicio de incertidumbre por el
regreso.
Estaban entrando en el puerto. La goleta se deslizaba en silencio por el laberinto
de veleros anclados en la ensenada del mercado público, cuya pestilencia se percibía
desde varias leguas en el mar, y el alba estaba saturada de una llovizna tersa que muy
pronto se descompuso en un aguacero de los grandes. Apostado en el balcón de la
telegrafía, Florentino Ariza reconoció la goleta cuando atravesaba la bahía de Las Ánimas
con las velas desalentadas por la lluvia y ancló frente al embarcadero del mercado. Había
esperado el día anterior hasta las once de la mañana, cuando se enteró por un telegrama
casual del retraso de la goleta por los vientos contrarios, y había vuelto a esperar aquel
día desde las cuatro de la madrugada. Siguió esperando sin apartar la vista de las
chalupas que conducían hasta la orilla a los escasos pasajeros que decidían desembarcar
a pesar de la tormenta. La mayoría de ellos tenían que abandonar a mitad de camino la
chalupa varada, y alcanzaban el embarcadero chapaleando en el lodazal. A las ocho,
después de esperar en vano a que escampara, un cargador negro con el agua a la cintura
recibió a Fermina Daza en la borda de la goleta y la llevó en brazos hasta la orilla, pero
estaba tan ensopada que Florentino Ariza no pudo reconocerla.
Ella misma no fue consciente de cuánto había madurado en el viaje, hasta que
entró en la casa cerrada y emprendió de inmediato la tarea heroica de volver a hacerla
vivible, con la ayuda de Gala Placidia, la sirvienta negra, que volvió de su antiguo
palenque de esclavos tan pronto como le avisaron del regreso. Fermina Daza no era ya la
hija única, a la vez consentida y tiranizada por el padre, sino la dueña y señora de un
imperio de polvo y telarañas que sólo podía ser rescatado por la fuerza de un amor
invencible. No se amilanó, porque se sentía inspirada por un aliento de levitación que le
hubiera alcanzado para mover el mundo. La misma noche del regreso, mientras tomaban
chocolate con almojábanas en el mesón de la cocina, su padre delegó en ella los poderes
para el gobierno de la casa, y lo hizo con el formalismo de un acto sacramental.
Gabriel García Márquez 57
El amor en los tiempos del cólera