Page 52 - Enamórate de ti
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Tres causas de la baja autoeficacia


  La  expectativa  de  ser  exitoso  no  sólo  implica,  como  aparentemente  podría  pensarse,  un  análisis
  racional y frío de las posibilidades objetivas de éxito (expectativas de resultados), sino también la

  valoración subjetiva de qué tan capaz se siente el sujeto (expectativa de eficacia). Como cualquier
  creencia,  esta  última  valoración  también  es  cuestión  de  fe  y  de  confianza.  Queda  claro  que  la
  desconfianza en el propio “yo” barre con las capacidades y las habilidades de cualquiera. En mi
  consulta  psicológica  veo  a  diario  a  personas  que,  aunque  poseen  todos  los  recursos  necesarios,

  fracasan porque su autoeficacia es débil. Más aún, una mayoría considerable de ellas ni siquiera
  intenta luchar por sus metas; su argumento es: “No seré capaz de hacerlo, ¿para qué intentarlo?”.
  Cuando se les plantean las altas probabilidades de éxito, mostrando que los pro son más que los
  contras  y  que  poseen  las  competencias  e  inteligencia  necesarias,  suelen  contestar:  “Usted  tiene

  razón…  Tengo  todo  a  favor,  pero  no  me  tengo  confianza”.  Si  se  les  presenta  la  alternativa  de
  intentarlo de todas maneras y arriesgarse a ver qué ocurre, insisten en su oscuro vaticinio: “Para qué,
  yo sé que me va a ir mal”.
        ¿Cómo pueden llegar los seres humanos a dudar de sí mismos y a resignarse ante el sufrimiento

  y la adversidad sin intentar producir cambios, cuando existe la posibilidad de lograrlo? ¿Cómo se
  organiza  un  autoesquema  de  “perdedor”?  ¿Por  qué  se  hacen  anticipaciones  negativas  del  propio
  rendimiento  en  situaciones  fáciles  y  potencialmente  exitosas?  ¿Por  qué  algunas  personas  se
  inmovilizan ante la posibilidad de superar las dificultades, pudiendo hacerlo? Aunque las respuestas

  son  variadas  y  múltiples,  las  investigaciones  en  psicología  cognitiva  indican  que,  al  menos,  tres
  factores parecen estar asociados a la poca confianza en uno mismo: la percepción de que ya nada
  puede hacerse, el punto de control y los estilos de atribución. Veamos cada uno por separado.




  La percepción de que ya nada puede hacerse

  La  imposibilidad  de  modificar  un  evento  doloroso  o  estresante  logra  generar  depresión  y

  desconfianza en uno mismo. Si estás en una situación dañina para ti y piensas que nada de lo que
  hagas podrá cambiarla, ese solo pensamiento mermará tus fuerzas y te llevará a la desesperanza. Por
  ejemplo, es posible que una historia de fracasos continuos produzca una percepción de incapacidad y
  que empieces a considerar el obtener éxito como algo muy poco probable. La experiencia de no tener
  el  control  (“Ya  nada  puedo  hacer”)  tiene  un  efecto  demoledor  sobre  la  conducta  de  lucha  en  las

  personas, y más aún si son poco resistentes o resilientes.
        Veamos un experimento clásico de psicología experimental realizado con animales hace algunos
  años. En una caja que no presentaba posibilidad de escape y cuyo suelo estaba formado por una

  rejilla  conectada  a  una  fuente  de  electricidad,  se  situó  a  varios  perros  pequeños.  El  experimento
  consistía en dar choques eléctricos inescapables e impredecibles para los animales y observar su
  respuesta.  Al  comienzo,  los  perros  intentaban  escapar:  saltaban,  ladraban,  corrían  por  la  caja,
  etcétera. Sin embargo, al cabo de un tiempo, comenzaban a mostrar una conducta pasiva: se quedaban
  inmóviles  y  aislados,  se  veían  tristes  y  dejaban  de  comer;  parecían  “resignados”  a  su  suerte.  El

  experimentador decidió, entonces, cambiarlos a una nueva caja a la cual se agregó una puerta para
  que pudieran escapar si recibían las descargas. Era de esperar que ante la nueva posibilidad de huida
  los perros aprendieran a evitar los choques eléctricos y salieran por la puerta. Pero no fue esto lo
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