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¿Qué pasaría si rompiéramos con la rutina del consumo sin sentido y de gastar energía persiguiendo una acumulación material innecesaria?
La respuesta es que nos hallaríamos mucho más cerca de la felicidad.
Simplificar la vida en todos los sentidos, en todo aquello que nos aporta valor, implica poner el foco sobre lo fundamental, tanto en la esfera material (consumo, uso de tecnología...), como en las relaciones (de pareja, de familia, laborales...) y en la gestión de nuestro tiempo y dinero.
Se trata de un ejercicio de depuración, de elogiar lo esencial, lo que nos reconecta con quienes somos, con lo que es importante para nosotros, y que además nos libera de muchas preocupaciones, agiliza nuestra experiencia diaria y nos motiva a vivir una existencia más llena de significado que de bienes materiales.
Necesidades reales e irreales. La sociedad de consumo nos incita a adquirir bienes y servicios sin que sean tan necesarios como nos hacen creer.
Consumo y felicidad. El dinero y el consumo no compran la felicidad. Pueden provocar una satisfacción momentánea, pero la felicidad implica poseer un propósito más allá de lo meramente material y de lo que se espera de nosotros.
Las marcas lo aprovechan para construir universos aspiracionales a los que nos incitan a pertenecer. Y aunque deberíamos consumir solo lo necesario, la mayoría de las veces lo hacemos por razones emocionales, compulsivas, conducidos por la publicidad, el marketing...
Dicen los expertos en comportamiento que el pensamiento genera una acción, que la acción repetida da como resultado un hábito, y que ese hábito, cuando se mantiene a lo largo del tiempo acaba provocando una transformación determinada.