Page 37 - Cementerio de animales
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               Al día siguiente, Ellie se acercó a Louis con semblante preocupado. Louis estaba
           en su pequeño estudio construyendo uno de sus modelos a escala. Éste era un Rolls

           Royce Silver Gbost 1917: 680 componentes y más de cincuenta piezas móviles. Lo
           tenía  casi  terminado,  y  a  Louis  ya  le  parecía  estar  viendo  al  chófer  de  librea,
           descendiente  directo  de  los  cocheros  ingleses  del  siglo  XVIII  o  XIX,  sentado  al

           volante con empaque majestuoso.
               Louis  era  un  apasionado  de  los  modelos  a  escala  desde  que  tenía  diez  años.

           Empezó con un Spad de la Primera Guerra Mundial que le compró su tío Carl, siguió
           con  casi  todos  los  aeroplanos  Revell  y,  ya  de  adolescente,  pasó  a  cosas  más
           importantes. Tuvo su época de barcos en botellas, su época de artilugios de guerra y
           hasta su época de armas. Sus armas estaban tan bien imitadas que parecía imposible

           que no se disparasen al apretar el gatillo. Hacía Coks, Winchesters, Lugers y hasta
           una Buntline Special. Durante los cinco años últimos, se había dedicado a los grandes

           trasatlánticos. En su despacho de la universidad tenía una reproducción del Lusitania
           y otra del Titanic, y un modelo a escala del Andrea Doria, terminado poco antes de
           que salieran de Chicago, navegaba sobre la repisa de la chimenea de la sala de estar.
           Ahora había pasado a los coches clásicos y, a juzgar por el ritmo que hasta entonces

           llevara su afición, transcurrirían cuatro o cinco años antes de que sintiera el afán de
           reproducir otros ingenios. Rachel contemplaba este único hobby de su marido con

           condescendencia femenina no exenta, según creía él, de cierto desdén: seguramente,
           incluso  tras  diez  años  de  matrimonio  ella  esperaba  todavía  que  lo  superase  con  la
           edad. Tal vez esta actitud reflejaba, en cierta medida, la convicción de su padre que
           seguía creyendo, ahora con la misma firmeza que cuando Rachel se casó con Louis,

           que le había tocado en suerte un yerno imbécil.
               «Puede  que  ella  tenga  razón  —pensaba  Louis—.  Tal  vez  un  buen  día  me

           despierte, a mis treinta y siete años, suba todos estos cachivaches al desván y me
           dedique al vuelo en ala delta.»
               Pero ahora Ellie traía la cara muy seria.

               A lo lejos, en el aire limpio de la mañana, se oía el perfecto sonido dominical de
           la campana de la iglesia llamando a los fieles.
               —Hola, papá.

               —Hola, tesoro, ¿qué me cuentas?
               —Oh, nada —dijo Ellie. Pero su cara decía otra cosa; su cara decía que había
           mucho que contar, y no precisamente fabuloso, qué va. Tenía el pelo recién lavado y

           suelto  sobre  los  hombros.  Con  aquella  luz  parecía  más  rubio,  y  se  disimulaba  su
           tendencia a oscurecerse. Llevaba vestido, y Louis reparó en que su hija casi siempre
           se  ponía  vestido  los  domingos,  a  pesar  de  que  ellos  no  iban  a  la  iglesia—.  ¿Qué



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