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Lunes 3 de julio de 2017
        Tomás, apóstol
        Juan 20,24-29

            ¡Señor mío y Dios mío!

        ¡Señor mío y Dios mío!
        «cuando  Jesús,  después  de  la  resurrección,  se  dejó  ver»:  algu-
        nos  estaban  felices  y alegres,  otros  dudosos. Tomás, a quien  el  Se-
        ñor se le mostró ocho días después de la primera aparición, era tam-
        bién  incrédulo.  «El  Señor  sabe  cuándo  y  por  qué  hace  las  cosas.
        A  cada  uno  da  el  tiempo  que  Él  cree  más  oportuno».  A  Tomás  le
        concedió  ocho  días;  y  quiso  que  en  su  propio  cuerpo  aparecie-
        ran otra vez las llagas, no obstante, estuviese «limpio, bellísimo, lle-
        no de luz», justamente  porque  el apóstol  había dicho que  si no me-
        tía  el  dedo  en  las  llagas  del  Señor  no  creería,  «¡Era  un  testarudo!
        Pero el Señor quiso precisamente a un testarudo para hacernos entender
        algo más grande. Tomás vio al Señor, se le invitó a meter los dedos en la lla-
        ga de los clavos, a meter la mano en el costado. Pero luego no dijo: “Es ver-
        dad, el Señor ha resucitado”. No. Fue más allá, dijo: “Señor mío y Dios mío”.
        Es  el  primero  de  los  discípulos  que  hace  la  confesión  de  la  di-
        vinidad  de  Cristo  después  de  la  resurrección.  Y  le  adoró».
        De esta confesión se comprende cuál era la intención del Señor respec-
        to a Tomás: partiendo de su incredulidad le llevó no tanto a afirmar la re-
        surrección, sino más bien su divinidad. «Y Tomás adora al Hijo de Dios.
        Pero para adorar, para encontrar a Dios, al Hijo de Dios, tuvo que meter
        el dedo en las llagas, meter la mano en el costado. Este es el camino».

        Ilumminación: Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor
        Propòsito: Cada vez que dude, afianzaré mi fe
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