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cuatro esquinas del imperio. Sin temer a las potentes armas, deseaban vengarse
de sus crímenes. Porque los Senadores Escogidos nunca habían estado tan
cegados por el poder o por la riqueza como los Blancos Bárbaros.
La guerra sobre el Gran Río
En general, las tribus que se asientan en las zonas bajas del Gran Río son
perezosas y pacíficas, como lo es el agua que en su presencia afluye hacia el mar.
Cuando Lhasa extendió su imperio hasta la desembocadura del río. estas tribus
salieron a su encuentro con presentes. Saludaron a sus guerrero con pruebas de
amistad y se aliaron voluntariamente con la nación más poderosa de la tierra. No
deseaban otra cosa que su tierra, en la que poder vivir en paz y tranquilidad. Seria
sólo con la llegada de los Blancos Bárbaros cuando la vida de las tribus salvajes
comenzó a cambiar. Aunque antiguamente habían apoyado a los Ugha Mongulala,
ahora servían a los Blancos Bárbaros, que les habían prometido riquezas y poder.
Mas los Blancos Bárbaros nada saben del valor de las promesas. Su corazón es
frío y su forma de pensar es muy extraña y complicada. No pelean los unos contra
los otros por motivo del honor de un hombre o para demostrar su fortaleza, sino
hacen la guerra sólo y exclusivamente por la propiedad de las cosas. Y las tribus
salvajes de las zonas bajas del Gran Río comenzaron también a comprobar esto.
Tan horribles eran las atrocidades que los Blancos Bárbaros cometían que incluso
estos pacíficos pueblos se levantaron en armas. Se
unieron y declararon la guerra a sus opresores.
Fueron los exploradores quienes trajeron noticias al consejo supremo de Akakor
sobre esta revuelta, que pronto se convertiría en una guerra civil entre los Blancos
Bárbaros. Las descripciones de las luchas eran horribles. Los Blancos Bárbaros
perseguían a los rebeldes sin piedad. Con la protección de la noche, atacaron
ciudades y aldeas. Con sus armas que vomitaban fuego, asesinaron a las
personas ordinarias. Los caudillos fueron colgados por sus talones de los árboles,
y arrancados sus corazones. Pronto el Gran Bosque se llenó de los lamentos de
los moribundos. Los supervivientes pasaban como sombras por el país e
imploraban la justicia de los Dioses, tal y como está escrito en la crónica:
¿Qué clase de gente es ésta que ni siquiera respeta a sus propios dioses y que
mata porque disfruta de la sangre de los extranjeros? Son seres miserables. Son
rompedores de huesos. Golpean incluso a sus propios hermanos hasta que
sangran. Extraen su sangre hasta que se seca y esparcen sus huesos sobre los
campos. Así es cómo son: quebrantahuesos, destructores de esqueletos, gente
miserable.
La guerra sin cuartel de los Blancos Bárbaros duró tres años. Por tres veces pasó
el Sol desde el Este hasta el Oeste
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antes de que la guerra terminara. Cuando concluyó, la tierra sobre el Gran Río
parecía como si hubiera sido barrida. Se parecía a la infinita inmensidad de los
océanos en la que ni siquiera pueden distinguirse las grandes naves de los
Blancos Bárbaros. Las tribus salvajes fueron exterminadas. Apenas sobrevivió un
tercio de la población. Pero también la fortaleza de los Blancos Bárbaros había
quedado agotada.
Durante las siguientes décadas los Ugha Mongulala dispusieron de un muy
necesario tiempo para respirar. Pudieron retirarse y reorganizar la defensa de las
regiones que aún poseían. Una vez más, mi pueblo tomó ánimos. Sacrificó
incienso y miel de abejas, y veneró la memoria de los muertos. Las tribus de los
Servidores Escogidos se reunieron en asamblea. Se congregaron delante del
espejo dorado para dar gracias por la luz y llorar por los muertos. Quemaron
resina, hierbas mágicas e incienso. Y por primera vez en su historia, cantaron la