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entonces, me dirigí ante su presencia. Mientras caminaba al encuentro,
pensaba que esta milagrosa aparición sería un apoyo inmenso para el
hombre, y para nosotros, pero qué equivocado estaba.
“¿Cómo está? buena tarde. Soy el médico a cargo de la atención de
su abuelo. Gracias por venir. Hay algunas cosas que necesito conversar
con Usted” le dije.
“Lo siento doctor. No tengo mucho tiempo. Tengo otras cosas que
hacer y yo no puedo quedarme aquí esperando” dijo ella, firme, lo cual
me impactó de entrada, cuando hubiera esperado que me pregunte por su
abuelo.
Elegí otro camino: “Si gusta, le explico lo que necesitamos resolver
de manera urgente con su abuelo y la espero más tarde aquí mismo para
informarle con detalle toda la situación” pero su respuesta fue igual de
increíble que la anterior: “Doctor, no volveré porque tengo otras cosas
que hacer. Vine a ver si hacía falta algo para comprarlo en este momento,
pero no voy a hacerme responsable; además, tengo pocos recuerdos de
mi infancia con él y ha pasado mucho tiempo desde que lo vi por última
vez” dijo sin la más mínima esencia de sentimiento.
Me costaba creer lo que escuchaba, pero decidí continuar cumpliendo
mí deber, y en algunos minutos le resumí el cuadro tan complicado de la
manera más sencilla posible, con el fin de llevar la conversación a otros
escenarios como insumos requeridos o desenlace fatal. Escuchó, y sirvió
de poco:
“Le agradezco doctor por toda su explicación y entiendo con cla-
ridad todo lo que me ha dicho. Como le mencioné, no me haré cargo de
los insumos que requiera diariamente mi abuelo, ni de alguna otra cosa,
porque mi familia no me devolverá ese dinero. Inclusive si fallece, tam-
poco colaboraré, tanto que ya averigüé que las instituciones de salud y el
gobierno se pueden hacer cargo del cuerpo y del entierro. En todo caso,
si fallece llámeme para avisarle al resto de la familia”.
Mientras pensaba qué contestarle, siguió: “Por consideración cola-
boraré con unos pañales y paños húmedos para su aseo, pero no puedo
hacer más. Quizás sueno muy fría de corazón, pero si sus propias hijas
no van a hacer nada por él, yo tampoco tengo por qué hacerlo”. Se aco-
modó la cartera, y se marchó, sin regresar a ver, a paso firme, mientras
una horrorosa ola de frío, impotencia, desilusión y tristeza se apoderaron
de mi alma y del lugar.
Volví a Antonio y su familia, ya que era imposible no confrontar los
dos escenarios: Dos padres con los mismos diagnósticos y estado grave
de salud, con sus familias en polos opuestos, llevándome de manera in-
evitable a pensar en qué podría hacer yo, por un familiar, pariente, en una
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