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nutos. Por cierto, los otros dos pacientes del área estaban próximos a ser
dados de alta, cuyos familiares aguardaban entusiasmados en la sala de
espera para llevarlos a casa, como verdaderos vencedores de esta mortal
pandemia. Lograron recuperarse en nuestra unidad, pese a que días atrás
cumplían criterios para ser tratados en un lugar de mayor nivel de aten-
ción y complejidad. Entonces, las dos caras de la moneda en tan pocos
metros cuadrados de espacio: júbilo y alegría de familias enteras, versus
la soledad y abandono de un hombre indefenso.
Cada ser humano que recibimos en condición grave representa una
inmensa responsabilidad, que deja en evidencia la verdadera vocación de
esta carrera. Quienes hemos batallado de cerca en estos meses, sabemos
lo devastador que es dar la mala noticia a la familia de alguien que se ha
contagiado de este virus y ha perdido la batalla; pero también sabemos
que nada se compara con la alegría y la esperanza de ver cómo alguien
que luchó contra la muerte, sale vencedor rodeado del amor sus seres
queridos para completar su recuperación en casa. Ante esto, no termino
de entender qué deuda está pagando alguien como Manuel para que la
enfermedad y la soledad hayan sido sus compañeras en esta etapa de su
vida.
Manuel ya tenía todo el tratamiento instaurado y mientras continuaba
mis actividades con él, mi memoria me llevó varias semanas atrás:
“Doctor, no importa lo que cueste, el dinero es lo de menos y se puede
recuperar. Si tenemos que comprar algo para que mi padre se sane lo
haremos. Usted díganos lo que necesite y nosotros lo conseguimos” me
decía desesperado y con lágrimas Antonio (nombre protegido) junto a sus
hermanos y madre, mientras yo les explicaba sobre el estado crítico en el
que estaba su padre.
Admiré mucho a esa familia, ya que jamás escatimaron en lo más
mínimo por el bien de quien amaban. Era asombroso ver cómo se organi-
zaban para rotar y estar presentes siempre, todo el día, veinticuatro horas,
pendientes de cualquier necesidad y preguntando si podían hacer algo
más. No hubo ni un instante en que su padre haya estado solo y pesar de
eso, la infección no dio tregua. Fue devastador para ellos la madrugada
en la que recibieron la noticia de su deceso.
Eran las cuatro de la tarde y la nostalgia me invadía, recordando lo
conmovedor que era ver una familia sumamente unida en medio de la
enfermedad. Al mismo tiempo, era imposible no comparar ese escenario
con el que enfrentaba Manuel en ese momento. De pronto, una voz agi-
tada me interrumpe:
“¡Doctor! Una señora lo busca en la sala de espera, dice que es la
nieta de Manuel” anunciaba uno de mis compañeros de turno. “¿Al fin
apareció un familiar?” pregunté sorprendido y con mucha expectativa;
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