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LA DIGNIDAD DE LOS QUE PARTEN


                                                         Por: Md. Luis Amaya

                  Iba todo perfecto hasta que escuché la alarma. Ese sonido que llena
               de ansiedad a todo quien lo escucha porque es el momento de iniciar
               las actividades o prepararse para algún tema puntual; en mi caso, recor-
               darme que en hora y media empezaba el turno en la sala de emergencias
               de pacientes sintomáticos respiratorios. ¡Cinco minutitos más! Pensaba,
               dado que por delante vendrían veinticuatro horas de vigilia junto a todo
               el equipo. Cinco, que se convirtieron en veinte y entonces a correr para
               no llegar tarde.
                  Bueno, a instantes de iniciar la jornada, tenía el panorama claro de
               cómo recibiría la guardia puesto que en el grupo de chat del equipo se
               informó que la noche anterior había ingresado un caso complicado de
               Covid-19, sumándose al grupo de pacientes en el área específica esta-
               blecida para el tratamiento de esta nueva enfermedad, dentro del pano-
               rama complicado en el que todos los hospitales se encuentran; es decir,
               la saturación de los servicios relacionados, y esa realidad está lejos de
               terminarse.
                  Manuel (nombre protegido) de setenta y siete años, y su edad no es
               el único factor de riesgo, pues presentaba estado nutricional  bastante
               afectado, complicaciones neurológicas y problemas de lenguaje; además,
               sentía incomodidad por lo que quería sacarse la vía intravenosa y la mas-
               carilla. No hay antecedentes, ni información, ni familiares. Había llegado
               en ambulancia, acompañado de los paramédicos y del personal del asilo
               en el que vive hace algunos años atrás, quienes tomaron la decisión de
               trasladarlo puesto que su estado general había decaído en los últimos
               días, tanto en conciencia como en respiración.
                   “Hemos iniciado el tratamiento con lo que consideramos adecuado,
               pero necesitamos insumos adicionales”, reporta el médico que me en-
               trega el turno¬. “¿Lograron hablar con algún familiar?”, pregunté. “Sí,
               con su hija, quien dijo que no se hará responsable porque no tiene dinero,
               vive lejos y tiene otras prioridades, además que no quiere salir de su casa
               por miedo al virus”. Ante una respuesta tan fulminante como esa, atiné
               a susurrar “Increíble”, moviendo la cabeza en negación, y no terminó
               allí. “Hablamos con otros familiares y la respuesta es la misma. Nadie
               va a apoyarlo” concluyó el médico, con su tono de voz que revelaba una
               mezcla de indignación, tristeza e ira, las cuales yo compartía, puesto que
               el cuadro corresponde a un padre de familia cuyos hijos no parecen verse
               afectados, en la más mínima forma, por su delicada condición médica.

                  Desde ese momento, el equipo se enfocó en la atención y cuidados de
               Manuel, porque su crítica condición aumentaba con el pasar de los mi-

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