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Buscando ayuda, ante lo abrumada que me sentía, llamé a mi primo,
               con quien había hablado unas horas antes, conversándole que iba a tra-
               bajar en un nuevo servicio. Le comenté que esta situación era como tener
               al Monte Everest delante mío, listo para escalarlo, pero nada más que con
               un par de botas de excursión y una mochila pequeña sin todo el equipa-
               miento. Me contestó: “Relájate, toma aire, eres profesional, saldrás de
               esto. Tal cual como subir el Everest o llegar a la cima del Cotopaxi, ve
               un paso a la vez, con calma. Yo sé que puedes, así que no tengas miedo”.
                  Me sentí mejor al escucharlo, no obstante, necesitaba llorar para des-
               ahogar todo lo inútil que me sentía, y con ello deshacerme del miedo,
               la inseguridad, para minimizar la debilidad, así que entré al baño, cerré
               la puerta y lo hice. Esas benditas lágrimas lavaron mis ojos, mi mente y
               disolvieron todo lo negativo y recordé que más de una vez salí victoriosa
               de varias pruebas fuertes que se me presentaron en la vida, así que de esto
               también podría hacerlo. Con ideas claras, salí a trabajar, a enfrentar a la
               realidad, dándome cuenta de que la decisión de haber ido el día anterior
               sería lo que me permitiría afrontar las doce horas de turno, con valentía,
               en pos de salvar sus vidas y mantener mi paz mental.

                  El cumplimiento de las actividades, paso a paso, con mucha concen-
               tración, hizo que la montaña gigante ya no sea tal; al menos no tanto como
               parecía. Con el mejor esfuerzo, sacaba adelante dos vidas que dependían
               de mí, y el turno en sí mismo. En lo que apenas me di cuenta, la luz del
               amanecer aparecía fuerte por la ventanilla del baño de la habitación en la
               que me encontraba ese preciso instante. En lo posterior, entregué el turno,
               y salí. Para esto, recibí la llamada de alguien muy especial para mí, quien
               me preguntó cómo estuvo la jornada y los pacientes. “Me fue bien, están
               vivos los dos” respondí. A él le pareció graciosa mi respuesta, pero yo la
               dije como un triunfo; un milagro. Superé la primera prueba, pero lo más
               difícil estaba por venir.

                  El trabajo al que estoy acostumbrada en Centro Obstétrico es distinto
               al del servicio en el que acababa de empezar, en principio porque allí no
               tengo a la muerte tan cercana como ahora, aun cuando hay situaciones
               en las que la vida de madre e hijo puedan estar en riesgo y la misión sea
               salvar a ambos. Pese al cansancio de esos momentos, es hermoso ver el
               milagro de la vida materializado y la felicidad de la mujer al tener a su
               hijo entre los brazos, más si es por primera vez. Ahora la situación es
               distinta, y me encuentro en un lugar sombrío, triste, con la sala llena de
               pacientes de toda edad y condición social, intubados, en estado crítico,
               luchando contra el destino y el virus llegado del otro lado del mundo.
                  Y no todos lo lograron. Así como he sido testigo del alumbramiento,
               ahora me toca ver el ocaso, escuchar el último suspiro, en el camino al
               más allá. ¡Es extremadamente doloroso! Más aun, al ayudar a los com-
               pañeros de turno a embalar los cuerpos en fundas negras para cadáveres;

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