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EL HOLOCAUSTO JAMÁS OLVIDADO



                                              Por: Md. Alex Iván Farfán Moreira
                  La vida desde el primer momento de la creación es una lucha diaria
               por la supervivencia de la mano del fuego de la victoria. Así, en la fecun-
               dación, millones de seres pelean por la bendita llegada a este mundo; de
               ahí el primer latido desde la cuarta semana, esa primera contracción mio-
               cárdica es un signo de victoria, es la mayor gloria de la vida aprendiendo
               a jamás rendirse. Luego, entre los siete y diez años, la mente se llena de
               sueños, unos se cumplirán, otros no, pero ya se proyecta la existencia,
               donde la profesión ya tiene tintes de gusto y afinidad.
                  Llegado el momento, la vida médica universitaria es una realidad,
               dentro de una sociedad cada vez más competitiva; entonces, la lucha es
               más fuerte, con grandes recompensas de triunfo, sentimientos victoriosos
               e inagotables fuerzas para continuar. Por supuesto, una mente privile-
               giada que aprende a pelear contra el miedo para no doblegarse ante él, al
               ver un corazón en pausa, un tórax inmóvil, o escuchar llantos y ruegos
               de familiares para que regresemos el alma, los latidos y la respiración a
               aquel cuerpo que detuvo su funcionamiento por cualquier causa.

                  ¿Estamos viviendo una batalla campal  diferente?  El sagrado jura-
               mento se pone en práctica por Asclepio, Higiea, y Panacea y por todos
               los Dioses que son testigos de lo que cada médico vivió dentro de esta
               crónica, entre halagos, aplausos, miedo, temor, duda, incertidumbre, va-
               cilación. Llegó el momento de salvar al mundo.
                  Agradezco al ser divino por un nuevo día, cuidar mis pasos y per-
               mitir el latido y bombeo de cinco litros de contenido sanguíneo en mi
               continente vascular. Cada día, al salir, la duda se presentaba respecto a la
               posibilidad de regresar sano y salvo. Temprano en la mañana, la prioridad
               era un buen desayuno en soledad, ante la ausencia materna y la recepción
               de buena energía de su parte; por lo tanto, disfrutar de esa taza de café que
               haría efecto durante todo el día era fundamental.
                  Fue en una Unidad de Cuidados Intensivos que, con laringoscopio,
               vías centrales venosas, arteriales, ventiladores mecánicos, tanques y más-
               caras de oxígeno, junto a las compañeras de batalla, me preparaba para
               entrar al ring, no con un uniforme blindado, sino con materiales que nos
               llevaban a un mundo diferente; uno muy cercano al sol, donde la deshi-
               dratación, el hambre y la sed eran parte del día a día. Cuarenta grados
               de temperatura dentro de un traje llamado EPP (Equipo de Protección
               Personal), que era la única manera de estar protegido ante la más pode-
               rosa y brutal arma biológica en la actualidad. El honor de servir como ser
               humano, como médico, como hospital, cumpliendo más de doce horas


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