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deteriorados, defectuosos y que la única salida era la ayuda divina. Ese
               día fue durísimo, tanto que las lágrimas no rodaban por mi rostro, no por
               ocultar los sentimientos, sino porque ante el descomunal nivel de deshi-
               dratación, era fisiológicamente explicable.  Con el alma rota en pedazos,
               al otro lado de la sala alguien respiraba mejor, o llegaba triunfante a la
               meta, lo cual era una profunda bocanada de oxígeno para continuar.
                  De golpe esa noche, escándalo: Alarmas, sirenas, aplausos. ¡Sí, eran
               las autoridades! Policías, bomberos, personas que aplaudían afuera de
               este campo minado, al que se entraba sin saber si habría salida, en el que
               la mayoría firmaba su acta de defunción sin aire en los pulmones, sin
               latidos en su corazón, sin recibir el último beso de su amado ser querido;
               a lo mucho, un fugaz momento de intercomunicación a través de la pan-
               talla de un teléfono móvil, el que podía ser el último recuerdo. Una ma-
               nera trágica de morir, que en lo posterior implicaba material impermeable
               y una oscura funda plástica para la última morada, en el desconocido
               trayecto al más allá.

                  Escuchar ese último adiós era un ruido ensordecedor. El dolor al ver a
               un padre, una madre, despedirse de su hijo era como recibir una puñalada
               en el centro del corazón. No hay palabras que ejemplifiquen esa horro-
               rosa sensación, escondida tras una mascarilla que ayudaba a disimular la
               tristeza que también sentía.
                  Pero afuera, lejos del campo de batalla, otro juego se desarrollaba,
               con  diversos  protagonistas;  unos,  sintiéndose  inmortales  y  confiados;
               otros, encerrados en sus cuevas de cemento aterrados ante lo sucedido;
               algunos abastecidos de provisiones; otros tantos con pocas posibilidades
               de sobrevivir. ¡Todo tan difícil!  Y en cualquiera de los casos, de golpe el
               teléfono sonaba con alguien pidiendo auxilio de manera desesperada. Sí,
               porque este enemigo, de golpe, expandía su onda de choque y había que
               correr a enfrentar otras escaramuzas en lugares distintos. Me se sentía
               como héroe de ciencia ficción, defendiendo a los desamparados, siendo
               mi bata, la capa, sinónimo de fe.
                  En  cada  hogar  visitado  otro  mar  de  sentimientos,  siempre  dando
               alivio, empujando a esos pulmones a mejorarse. Casos en los que fami-
               lias enteras sólo tenían alimento para ese día, sin capacidad financiera
               para conseguir medicamentos.














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