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Mientras hacía las maniobras y aplicaba los medicamentos, revisaba
               el monitor cada segundo, no dejaba de moverme, todos en la habitación
               sabían que hacer, sin palabras, solo con el sonido de la pantalla; cada uno
               entregó de sí la parte que debía, pero no fue suficiente. Lo miré, vi calma
               en sus ojos, había un mar suave atravesando su iris; la respiración se hizo
               superficial, pero él estaba tan tranquilo que me apaciguó el alma, me en-
               frió la mente y me resignó el corazón. Había sido vencida por la muerte.
               Ella había sido más lista y jugó sus cartas más valiosas al final, aunque en
               ese minuto se partió mi voluntad. No olvidaré que tras esa batalla ella me
               daría un regalo, trajo de vuelta a mi marino volvió para decirme: “Gra-
               cias mi amor, pero estoy cansado y debo zarpar”.
                  La delgadez de su pecho dejaba al descubierto la fatiga de sus mús-
               culos apagándose; su rostro se veía cálido y amable, mientras su pulso se
               perdía entre mis dedos. Una descripción tan ficticia como decadente en
               un cuerpo cansado, tenía algo de magia en su reflejo, antes de partir dijo
               “Esperemos” “¿Esperar qué?” le pregunté. Cuando fijó su mirada en
               mí, vi la luz de sus ojos cafés sofocarse, sus pulmones dejaron de luchar,
               sus manos se desprendieron de las mías y su vida dejó de girar como una
               rosa de los vientos sin brisa; fue instantáneo y fugaz como una estrella. Al
               fin dejó la tierra y el mar para regresar a la constelación de la que había
               venido. Un nacido en tierra que amó el mar, cruzó el océano de su vida y
               al final aprendió a volar. Fue el primero en morir.
                  Nunca había visto la muerte de esa manera, blanca y amable, firme
               e irrevocable; astuta y afable; ella estaba ahí decidida y tan segura que,
               aunque le ofreciera mi vida, ella venía a enseñarme que a veces hay que
               perder. En su mirada la vi y no la he podido olvidar.
                  Me dijo un gran mentor que un día tendría que contar mi historia, la
               historia de esa muerte que permanece latente e imborrable, esa muerte
               que estremece y envuelve, esa que todo médico lleva en su mente.
























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