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desesperación y sentimientos encontrados, ante la duda sobre cómo lo
               hallaríamos: quizá semiconsciente, aletargado, sin fuerzas para hablar.
               Nos imaginábamos el peor de los escenarios, respecto a cómo actuar y
               así tener a mano lo necesario para su traslado hacia una casa de salud de
               mayor complejidad, todo esto para que las emociones no nos hundieran,
               evitar el shock, y para que él sintiera que no estaba solo. Tal vez así, la
               brisa activaría sus recuerdos, y nos reconocería efímeros minutos para
               abrazarnos fuerte.
                  Lo vimos tal como lo imaginamos. Su traslado no se podía efectuar
               del asilo hacia el hospital, en una ambulancia como debía ser, por falta de
               recursos del sistema de salud ya colapsado en general; así que, el médico
               responsable del asilo realizó el transporte en un vehículo particular, con
               un tanque de oxígeno y un sencillo botiquín de primeros auxilios. Re-
               cuerdo que la ansiedad me dejó sin palabras, tenía miedo de que se des-
               compense en el trayecto y que su vida se escurra en el camino; me sentía
               en una película de terror, pues desde el vehículo propio evitábamos per-
               derle pista al automóvil del médico. Era inevitable preguntarnos: “¿Por
               qué a él?” “¿Por qué a nosotros?”, simplemente “¿Por qué?”

                  Llegamos al servicio de emergencia de un hospital al sur de la ciudad.
               Pasamos por el triaje, donde, a causa de los valores anormales de sus
               constantes vitales como evidente descenso en la saturación parcial de
               oxígeno, fiebre, deterioro de conciencia, entre otros, fue ingresado a la
               sala con prioridad uno; es decir, de atención inmediata. A partir de ese
               momento, desde lejos, mi hermana se despidió de él en la puerta, con
               los ojos llorosos, sin saber si volvería a verlo y yo fui empujando su silla
               hasta la otra sala. Nos despedimos.
                  El médico de turno, realizó el interrogatorio de la historia clínica,
               datos de filiación, motivo de consulta, enfermedad actual, exactamente lo
               básico como para saber lo siguiente: “Paciente de noventa años de edad,
               acompañado de un familiar (nieta), con antecedentes de EPOC (Enfer-
               medad pulmonar obstructiva crónica) grado II y demencia secundaria
               al Parkinson, no presenta alergias y un resultado de posible COVID-19
               POSITIVO, llega a esta casa de salud por presentar una caída de su
               propia altura. A la inspección se observa una herida superficial de más
               o menos dos centímetros de largo, a la altura de la ceja derecha, no
               amerita sutura”.
                  El ambiente en la sala de emergencia era de profunda angustia y es-
               trés: fallecidos esperando ser amortajados y llevados a la morgue a cual-
               quier lado que se mirase; el personal de salud cansado, preocupado, ha-
               ciendo su trabajo lo mejor posible. Bajo la indumentaria de bioseguridad
               no reconocía a alguno, solo distinguía si era hombre o mujer por su tono
               de voz. Obviamente, me quedé al pie de la camilla ya que alguien tenía
               que vigilar su sueño, comportamiento y recordarle a cada momento que

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