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¿Cómo iba a aceptar que Copito se fuera en cualquier momento? To-
mamos la noticia con mucha resignación, porque sus años fueron bien
vividos, como suele decirse, y ya tenía que descansar.
Dos días después, falleció. Mi abuelo jamás recordó mi nombre, ni el
de mi hermana, ni de sus cuidadores, pero algo que decía el personal de
enfermería me deja con la firme idea de que, aunque la mente olvida el
corazón jamás: “Su abuelito pasa tranquilo y colabora sólo cuando esta
con sus nietitas”. Ni en mis peores sueños imaginé poner en práctica todo
lo que aprendí durante la cuarentena acerca de esta enfermedad, con mi
tesoro más preciado.
Siento que hasta el final de sus días fue mi maestro, desde que perdió
la memoria hasta el día que sus ojos se apagaron en mis brazos, quedán-
dose como dormido. Gracia a él, aprendí a cuidar de los adultos mayores
y que, aunque haya resultado complicado repetirle una y mil veces quien
era yo, todo lo valía, porque de ningún modo deshumanicé mi profesión;
por el contrario, con toda la colección de vivencias que tuve con él, en-
señé a muchos, con conocimiento de causa.
Sé, que no tuvo una despedida como se acostumbra, su cuerpo fue
cremado y sus cenizas recibimos dos días después. No es fácil aceptar la
partida de quienes amamos y lo que nos queda es que se hizo lo mejor
por y para él, para mejorar su calidad de vida. Cierro su historia diciendo
que la vida es una paradoja, pues siempre que me quedé sola cuando niña,
solía tomar siestas en sus brazos y ahora él tomó una larga para descansar
de la vida, en los míos. Partió tranquilo y a nosotros nos quedan sus co-
plas y canciones perennes en la memoria del corazón.

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