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me acerca y me dice asustada: “Doctora el paciente está saturando al
            cincuenta por ciento y bajando”.

               El grado de responsabilidad era mayor, dado el afecto que le teníamos
            al ser un paciente recurrente; más aún luego de haber sido tratado por
            Infarto Agudo de Miocardio (IAM). Recuerdo claramente cuando, ya re-
            cuperado, junto a su hija acudió al hospital día tras día hasta coincidir
            con mi turno, para entregarme una gallina y un costal de naranjas, como
            muestra de agradecimiento por la atención médica brindada durante su
            emergencia.
               Tenía su voz resonando en mis oídos, con la frase que pronunció en
            aquella ocasión: “Gracias Doctorcita por su ayuda. Cuando la vi pensé
            que Usted era practicante porque está muy joven para ser doctora, pero
            me equivoqué. Gracias a Usted salí de ésta”.

               Acudí a la sala y me quedé a solas con él, quien seguía en proceso de
            descompensación. Los ruidos cardiacos se escuchaban débiles y aumen-
            tados, la provisión de oxígeno a los pulmones decrecía constantemente,
            las respiraciones aumentaron, tornándose agónicas.
               Inicié maniobras de reanimación con medicamentos por vía venosa y
            en la desesperación por no perder la batalla, logré colocarlo en posición
            boca abajo para mejorar sus constantes vitales. Él pesaba, aproximada-
            mente noventa kilogramos, para mí fue un absoluto reto por mi estatura
            y complexión física.
               El resto de guardia, continuó en mejores condiciones. Por un mo-
            mento pensé que lo habíamos recuperado luego de dos horas de batalla
            contra “la huesuda”, quien decidió dejarnos como vencedores en esta
            ocasión.
               Solicité a la licenciada que busque a sus familiares, pues la realidad
            indicaba que pronto lo perderíamos, y en el marcador yo llevaba la des-
            ventaja. Me negaba a dejarlo partir, recordando aquella frase pintada en
            un enorme mural de la facultad de medicina de la universidad en la que
            me formé, la misma que acompañaba a la imagen de una calavera que
            abrazaba a una mujer, mientras un médico la sostenía de la mano y lu-
            chaba contra aquella: “Ser Médico es robarle vida a la muerte”. La repetí
            una y otra vez, a diario, mientras estudiaba, pero en esa guardia logré
            comprender la icónica frase.
               La enfermera regresó minutos después con la triste noticia que los
            familiares no estaban en los pasillos esperando noticias; se habían mar-
            chado, contrario a lo que pasaba en el resto de los casos, recalcando que
            la espera era afuera, ante la restricción de visitas por el alto nivel de con-
            taminación y el riesgo de contagio. Le pedí que los localice de cualquier
            manera y fue por medio de las redes sociales que lo consiguió, puesto

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