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por Ignacio Grassia Nacusse Elipsis
Tenía miedo de volver a subir. No quería encontrármelo de
nuevo tirado en el suelo, haciéndose el muerto cuando en reali-
dad está más vivo que cualquiera de nosotros. ¿Y si volvía a ata-
car? ¿Si me tiraba por las escaleras, me rompía el cuello y adiós a
la vida? No podía evitar sentirme demasiado responsable de lo
que estaba pasando. Miraba a los niños, y su mirada de terror me
imploraba que subiera. Veía entre los ojos de los adultos, espe-
rando encontrarme con los de Paula, pero no. Esto me confirmaba
que aún estaba arriba, tal vez escondida, o presa de él, o quizá
muerta.
Me temblaban las manos y mi espalda transpiraba mucho. No
podía echarme atrás ahora. Ya estaba con mi mano derecha en la
baranda, como preparándome para subir. Empecé a parpadear
más de lo normal. Mi respiración se aceleró y mi corazón parecía
un tambor de guerra. Finalmente, tras mirar a mi anciana madre
tirada en suelo, sin respirar, a un lado de la escalera, mi pie dere-
cho se elevó unos centímetros y pisó el primer escalón. En ese
momento, todos nos detuvimos. Inertes, en medio del hall, mi
familia esperaba que dé el siguiente paso hacia arriba, pero en mi
mente no podía sacarme la imagen de la cabeza: Paula, tirada en
el suelo, en un pequeño charquito de sangre. La posible muerte
de mi hermana me aterrorizaba de tal modo que me cuestionaba
seriamente si seguir subiendo o no.
Mi pie izquierdo subió y pisó el siguiente escalón. Me propu-
se a hacerlo de un solo tirón, trece escalones me quedaban. Y lo
logré hasta el doce. Todos me miraron encantados por mi valentía
y mi coraje, que mi padre mencionó mientras le tomaba inútil-
mente el pulso a mi madre. Yo no creía poseer esas cualidades. Es
más, me daba cuenta de que era un cobarde, porque sabía lo que
iba a hacer después.
Al llegar al escalón doce, alargué mi cuello, y logré distinguir
al fondo del pasillo la puerta de la habitación principal entreabier-
ta. Me encontré con los ojos de Paula. Me miraba.Una sonrisa se
le dibujó en la cara, llena de vaga esperanza. Pero, para mi benefi-
cio, su cara se oscureció por la sombra de la silueta que le borró la
sonrisa, y le llenó los ojos de horror. En ese momento mi corazón
se detuvo, y luego, súbitamente, la puerta se abrió de golpe.
Bajé lo más rápido posible. Casi caigo. Atropellé a Mariano, a
Silvia, a mi padre. Cuando me di vuelta, mientras abría la puerta,
encontré la mirada en un soplo de vida de mi madre, y no sabía si El Cens
me decía que me fuera y que me quedara.
Encendí la camioneta, puse marcha atrás y salí. Cuando esta-
ba aún dentro de la propiedad, podía escuchar los tiros que ve- EN FOCO
nían de la casa.
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