Page 115 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
consecuencias económicas— de haberme apresado. Los soldados se quedaron con los
despojos recogidos: capellares, albornoces, marlotas, alfanjes, adargas, dagas, plumas,
pero tanto el conde de Cabra como el alcaide firmaron un documento que me ha sido
mostrado, y que transcribo aquí por considerarme parte interesada. En él se comprometen
‘a juntar y traer a montón todas las cosas vivas, así moros como caballos y acémilas y asnos
que por cualquier persona se tomaron y hubieron de los moros en la dicha victoria, para dar
y repartir, a todos los caballeros y gente de a pie que se hallaron en la batalla, los que les
perteneciere y cupiere, según las leyes de Partida y usos y costumbres de guerra, jurando
para complación de nuestras conciencias y honras, y por Dios y por santa María y por las
palabras de los santos evangelios y por esta señal de la cruz, una, dos y tres veces, que
bien y verdaderamente, sin arte y sin engaño, guardaremos y cumpliremos lo contenido en
esta escritura’.
—Ahora —me dice el señor de Lucena, por medio de Argote—, mi tío exige, nada
menos que exige, que os envíe a Baena para que os vea su esposa, y que quedéis allí
custodiado por él hasta que os presente a los Reyes en nombre de los dos, lo que para él es
lo más justo. Y, no conforme con eso, asimismo exige que comparezcáis en el montón
estipulado, puesto que sois una cosa viva como el resto de los cautivos.
—Y como las acémilas y los asnos —completé.
—Pero yo os prometo que no se hará; tendría que pasar el conde por encima de mi
cadáver. Ya se ha mandado a Madrid a Luis de Valenzuela, su mayordomo, para que dé
cuenta a los Reyes del hecho, y nos traiga su resolución. Entretanto, vos quedaréis en poder
mío.
Estad tranquilo, que os custodiaré de tal modo que burlemos los deseos del conde.
Salvo que no iba a entrar en el reparto con los demás soldados y con los caballos, no
sé a qué otra tranquilidad se refería.
Desde la ventana del piso inferior, adonde como a una fiesta me llevaron, presencié la
almoneda de las cosas vivas que la escritura enumeraba. Unos se quedaban con lo que les
correspondía, otros lo vendían acto seguido, o se citaban a voces para venderlo en otro
sitio.
Y todo era alboroques y júbilo y vino y borrachera. Todo, insultos soeces y riñas y
farfantonerías como sucede siempre que entre la chusma se reparte un botín, sobre todo si
hay posibilidades de rescates.
—Este prisionero me pertenece —dijo el conde ayer ante mí, como si yo no estuviera,
aprovechando la ignorancia que él piensa que tengo de su idioma—, porque fue Martín
Cornejo, un soldado mío, el que lo cautivó, y también por las leyes de la caballería, entre las
que se cuenta, sobrino, lo sepas o no, la de la gratitud. Pues de no ser por mí, ni te habrías
arriesgado a salir de tus murallas tras los moros.
—Señor y tío: fue mi soldado Martín Hurtado quien lo cautivó antes de que se
interpusieran los vuestros, atraídos por el aspecto del sultán. Esto es así, y así seguirá
siendo.
Miraba yo a uno y a otro aparentando curiosidad y desconcierto, y reflexionaba qué
más me daba a mí quién cargase conmigo, si un Martín u otro Martín, junto a un arroyo
también Martín de nombre.
Sin embargo, me suplicaron que identificara a mi apresador, puestos varios hombres
en hilera. Yo, sin muchos miramientos, señalé a dos de ellos; pero con tanto tino que fueron
precisamente los dos Martines en discordia.
—Dudo cuál de ellos sea —advertí.
Con lo cual quedó sin resolver la duda, y enojados entre sí los dos señores, y
convencidos ambos de su propio derecho.
Mis armas y mis ropas pasaron a la propiedad de mi aposentador el alcaide de los
Donceles. (Yo recordaba algo que en una fiesta cristiana de primavera —no, no era fiesta,
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