Page 144 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Esta condición última sin duda desalentará a mi madre. Ella, en donde está y sin mí,
puede conseguir que mis partidarios proclamen a Yusuf en lugar mío; o, si mejoran las
circunstancias y se ve con influjo suficiente, que se le conceda la regencia de mi hijo. Jugar
esas dos posibilidades contra una sola, y tan amortiguada, le parecerá correr un riesgo
demasiado grande.
La conclusión a que llego —y temo que los reyes también— es que, por lo pronto,
continuaré cautivo; digan lo que quieran, para todos soy más útil aquí.
No hacia falta que, de fuentes que no mencionaré, me hayan llegado otras noticias.
Los reyes, aún antes de considerar las ofertas, se han planteado la conveniencia de
liberarme o de mantenerme en prisión. Dos opciones predominan entre los Grandes del
Consejo. Don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago, a la cabeza de uno de los bandos,
entiende que es más beneficioso continuar la guerra estando yo en Porcuna y apartado de
ella; de esta forma se actuará contra un sultán viejo, enfermo y no amado por sus súbditos,
en lugar de ir contra un caudillo joven, rodeado de fervorosos partidarios, valiente y muy
querido. Conmigo en libertad —opina el maestre, exagerando más de lo imaginable lo que a
mí se refiere—, la conquista sería más gravosa y más cruenta.
Por el contrario, don Rodrigo Ponce de León, el influyente marqués de Cádiz, juzga
que, una vez obtenidas las condiciones más favorables, debería concedérseme la libertad.
Mi libertad —razonasería muy útil para atizar aún más el fuego de la discordia entre mi
padre y yo, entre sus partidarios y los míos; las luchas intestinas desangrarían
definitivamente nuestro Reino, y se desperdigarían nuestras fuerzas en guerras civiles y en
odios de partidos, encaminándonos así apresuradamente a nuestra propia destrucción.
Es incuestionable que el marqués de Cádiz, nacido en la frontera y ejercitado en ella,
nos conoce mejor que el maestre de Santiago. A pesar de ello, ¿qué resolverá la astucia de
Fernando, tan superior a la de todos?
Mientras aludía una vez más a la incógnita batalla de Estepa, en la que él era el
arcángel Miguel, el alcaide —no sin envidia y con algún comentario zizañoso— me ha
enumerado las recompensas que los reyes han tenido a bien conceder al conde de Cabra y
al alcaide de los Donceles por haberme aprehendido.
Sin un aviso previo, ha llegado ya el frío. Aparte de la chimenea, que aún me produce
espanto, pues es tan grande que podríamos don Martín y yo conversar dentro de ella, he
solicitado un brasero, junto al que me encuentro más cómodo y seguro. Como si de una
conseja castellana se tratase —de las que ellos cuentan para aliviar el aburrimiento en las
largas noches al amor de la lumbre, que es el único amor de que disfrutan—, el alcaide me
ha puesto al tanto de lo sucedido en Vitoria, una ciudad del Norte de la Península, donde los
reyes tienen su residencia ahora.
Allí la reina trata de la boda del príncipe don Juan con una princesa de la casa de
Francia.
[Esa boda no se hizo. Al infeliz príncipe lo casaron con una archiduquesa austríaca
muy voraz de los placeres de la carne; tanto, que agotó la salud y la vida de su esposo. A
los médicos y confesores que insistían en separar sus cuerpos, ya que con tanta unión se
aniquilaba el del joven marido, la reina, capaz, con tal de mantener su voluntad, hasta de
tirar piedras contra el propio tejado, solía responder: ‘Lo que Dios ha unido no lo desuna el
hombre.’ Con lo cual se quedaron sin el único heredero masculino. No todas las mujeres se
asemejan, pero doña Isabel y mi madre, sí, y mucho. A mí la reina no tuvo escrúpulos en
separarme de Moraima; se conoce que el enemigo se le mide con los preceptos de otro
Dios: el cruel dios de la guerra.] Tío y sobrino llegaron a Vitoria por separado; desde la
polémica de Lucena han roto entre ellos toda relación. Fueron acogidos —algo mejor el tío,
al parecer— por otros señores y el cardenal de España. Los condujeron ante los reyes como
suelen los cristianos, entre añafiles y trompetas. Les otorgaron privilegio de asiento ante las
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