Page 140 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
yo fui pintor de cámara del condestable Iranzo. A mí (porque cuando me conoció yo aún no
pintaba) solía decirme su miñón. Era como una burla, como una burla zalamera. Su miñón
me llamaba... Claro, yo entonces tenía otra presencia; yo era bonito, aunque a su alteza le
parezca mentira. La vida es como un borracho cogido a nuestro brazo: anda a tumbos, y
nos empuja a donde no queremos ir... Lo que le pido a su alteza es que no le cuente a nadie
lo que le cuento yo. Aunque no es nada, comparado con lo que podría contarle... Muerto el
condestable (yo estaba tan cerca de él que me salpicó su sangre), muerto él, ¿qué iban a
hacer conmigo? Yo creo que no me apedrearon porque ni siquiera me vieron; tantísimo los
cegaba el odio, que si no... Me fui de Jaén disfrazado de campesina, qué le vamos a hacer.
Me fui primero a Baeza y luego a Úbeda, que, de no ser por el frío, allí me habría quedado,
porque también en ellas hay mucho señorío. Pero además ya no quería yo servir a un señor
fijo. El condestable era mucho señor, ya yo tenía bastante... Su miñón me llamaba. Y me
hacía regalos, y me puso un maestro de pintura, y estaba todo el día, cuando no tenía que
cumplir con la guerra, imaginando fiestas y tramoyas para altares y comedias y autos.
Poníamos las iglesias que daba gozo entrar en ellas. Su miñón me llamaba... Yo he pintado
a los condes de Arcos, y al marqués de Cádiz, y al duque de Medina Sidonia, que tiene un
geniecito que se las trae. Pero no es gente guapa, las cosas como son.
Gente engreída, ufana de sí mismas, que se creen reyes porque no han estado nunca
con reyes de verdad. Como su alteza, Dios lo bendiga, que a cien leguas se ve que ha
nacido rey, y para rey. Y que se morirá (el cielo no lo quiera) siendo más rey que nadie.
El retrato avanza muy despacio.
Podría decirse que no avanza.
Quizá por interés del autor, que se desahoga conmigo, mezclando el castellano y el
árabe como en una ensalada jugosa y verde. Me representa con una alcandora
pespunteada en rojo, y con una jaqueta entreabierta, en la que ha dibujado, en lugar de los
caracteres árabes, que no conoce, unas flores de lis a un lado y unas pequeñas rosas al
otro, geométricamente dispuestas a imitación del gusto nuestro. En la cabeza me ha puesto
un bonetillo que a mí no se me habría ocurrido ponerme en la vida.
Pero imagino que, para la finalidad del retrato (dada la zorrería de don Fernando, no
sé cuál es tal finalidad, aunque me temo que el afecto no sea), bueno será. Ya me hizo
suficiente favor el pobre Millán con pintarme una corona —aún no está del todo rematada—
de las que ostentan las personas reales en las monedas cristianas y en los cuadros y en las
estatuas fúnebres, y que a nosotros tampoco se nos ocurriría ajustarnos en mitad de la
frente por elementales razones de comodidad.
Hoy, a primera hora de la tarde, estaba adormecido después de la comida. Se me
había resbalado de la mano un libro de Yalal al Din Rumi. Ignoro con qué excusa ha
conseguido Millán de Azuaga que le permitieran entrar. Yo fingí que seguía dormido, porque
me faltaba el ánimo para escuchar su cháchara. Pesaba el calor como una espesa manta; la
flama que venía desde las altas ventanas era como el vaho de un horno, y a las cortinas no
las agitaba ni la más leve brisa. El pintor me ha llamado en voz muy baja, no sé si para
despertarme o para comprobar que no me despertaba.
—Alteza —musitaba—. Alteza.
Se ha acercado con sigilo al diván; me ha rozado el pie izquierdo, del que se había
desprendido la babucha; he sentido su leve tacto como si de mí saliese vida.
Al imaginar su expresión, sus ojos, sus labios, me ha costado un esfuerzo no echarme
a reír, o quizá no echarme a llorar. Me ha acariciado el pie, con mayor efusión a medida que
aumentaba su confianza en mi sueño. Me lo ha besado, y he notado en mi piel la humedad
de su beso. He escuchado un suspiro tenue, que era casi un sollozo. Me he removido para
que advirtiera el riesgo que corría; no por mí, sino por los posibles vigilantes. Murmuraba
algo breve y apasionado para sí mismo. Me he vuelto hacia él, y lo he visto, a través de las
pestañas, en pie, contemplándome con un gesto de adoración, ladeada la cabeza. Tenía mi
babucha entre las manos, recogida contra su pecho.
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