Page 136 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Estaba claro que el alcaide Alarcón no encontraba el modo de decírmelo. En realidad
nunca acierta a decirme nada con sencillez, y carece del menor sentido de la oportunidad.
Empieza las conversaciones, y las acaba, hablando de sus hazañas contra “la morisma”.
Equivoca fechas, nombres de conmilitones y de pueblos. No sé cómo se las arregla
para terminar por ser él el héroe de todas las batallas. Aunque tiene una predilecta, la de
Estepa, que riñó, según relata, contra mi tío, en inferioridad de condiciones, en medio de
una tormenta, bajo rayos y truenos, y de la que salió lleno de gloria.
Lo cierto es que yo nunca he oído hablar de esa batalla a nadie más que a él. Con
todo, le tolero que se explaye y me pongo a pensar en otra cosa; su apenas inteligible árabe
colabora conmigo. Y no es que me parezca un embustero, sencillamente me parece
aburrido; porque además el tono de su voz, mientras abre y cierra y entrecruza sus manos,
me provoca una irresistible somnolencia, aumentada por este calor que en el mes de julio
está haciendo en Porcuna.
En la ocasión a que me refiero tuve yo que empujarle para que concluyera de una vez
y me dejara en paz. Era la intempestiva hora de la siesta. Comenzó por hablarme de su
sobrina Mencía: una muchacha bonita, pero que ve muy mal; hasta el punto de que casi
chocó conmigo cuando la trajeron para que la conociera. El alcaide afirma que ella siente
por mí una gran simpatía, y probablemente sea verdad; también yo la siento por ella, o por
lo menos una gran compasión: está aquí sola, con su fastidioso tío Martín, dedicada al orden
del castillo, sin jóvenes de su edad, ni otra compañía que la del capellán —al que le suenan
las espuelas más que a nadie—, en una edad en que las muchachas todavía juegan con sus
trenzas, pero ya ese juego ha empezado a dejar de divertirles y sueñan con otros menos
castos.
El alcaide habló a continuación de sus antepasados, de Cuenca, del castillo roquero
de Alarcón, de su investidura como maestre, y de la consabida Estepa como era de esperar.
Yo daba inevitables cabezadas. Luego, de pronto, aferradas una a otra las primorosas
manos, rompió por fin a exponer aquello a lo que había venido:
—El rey Fernando os tiene un profundo cariño.
—Imagino que sí; como yo a él.
Por fortuna no percibió, ni por asomo, la ironía.
—Me ha mandado un mensaje para que os pida... O mejor dicho, ha mandado a un
pintor. Quiere que os haga un retrato. Ya que no le fue posible conoceros en Córdoba...
—En casa del obispo tuve la impresión de ser espiado a través de una celosía —dije,
pero no me escuchó.
—Su alteza desea tener un retrato de vos. Yo sé de sobra que vuestros preceptos
religiosos prohíben cualquier figuración humana —declaró sonriendo con una pedantería
que, si no me hubiese apenado, me habría hecho reír.
No quise desengañarlo. Para qué iba a decirle que, entre nosotros, no están
prohibidas las formas, puesto que Dios es el dador de ellas para nuestro recreo y nuestro
aprendizaje; que son los maliquíes quienes lo han exagerado todo en su rigidez, y que, para
nosotros, los maliquíes equivalen a la Inquisición para los cristianos y es muy probable que
también al alcaide Alarcón. Para qué iba a decirle que, hace ya cinco siglos, cuando ellos se
contentaban con un arte tosco y retorcido, la amante del califa, a las puertas de Medina
Azahara, había sido esculpida de cuerpo entero. Para qué iba a decirle que, en nuestros
baños, se admiran las más bellas estatuas de quienes visitaron con anterioridad Andalucía.
Para qué iba a decirle que la Alhambra está llena de pinturas de sultanes, de nobles y de
adalides.
—El rey Fernando os obsequia este retrato suyo para corresponder por adelantado al
que os solicita.
Me tendió una miniatura, en la que se ve una cara llena, de mejillas redondas y labios
curvados por la sorna, encuadrada por una melena lisa y corta. Le di las gracias.
—El deseo del rey es para mí un mandato. Cuando gustéis, traedme a ese pintor.
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