Page 20 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
—Y aun entre una y otra floración —le repliqué—, no le falta el perfume.
Y le besé los pechos.
La comprensión y el afecto que descubrí en Moraima los había buscado siempre; pero
los había buscado mal: en mi padre, en mi madre, en mis maestros, en todos aquellos que
la vida oficial ponía a mi alcance. Sin embargo, el cariño y el mundo real se alejan de los
príncipes; si no fuese por unas cuantas personas, no estaría seguro de haber sido niño
alguna vez. Por si algún día Moraima desea leer estos papeles para conocerme mejor, debo
escribir en ellos cómo —o más bien, entre qué manos— transcurrió mi infancia. Para
Moraima, y también por evocar a quienes estoy agradecido, dejo estampados hoy sus
nombres aquí. Hoy, el día más feliz, porque ha nacido mi hijo.
Ahmad será su nombre.
Para que tenga la voz fuerte y clara, su madre, que alardea de no ser supersticiosa, le
ha restregado la boquita con un antiguo florín de oro; para que tenga gracia —como yo,
dice— le ha puesto un grano de sal entre los labios. Sus nodrizas, para que el pelo le crezca
recio, han traído, antes de que el sol terminara de salir, agua de la fuente del camino que se
desvía al pie de la Sabica, y le han frotado con ella la cabeza, ante la alarma de la madre,
temerosa de que con el masaje no se le cierre bien la fontanela. Para que sea fuerte, yo le
he puesto sobre los puñitos la espada de Al Hamar, el Fundador de nuestra Dinastía. Y he
mandado venir al imán de la Gran Mezquita y al de la Alhambra —que, por cierto, se
odian— para que recen sobre la cuna a fin de que las fuerzas del alma se unan a las del
cuerpo, si es que no son las dos la misma cosa.
Quisiera que la infancia de mi hijo fuese más alegre y más acompañada que la mía.
Imagino que la niñez es un tesoro del que se nos va desposeyendo poco a poco. Por eso le
deseo, y procuraré que encuentre, personas como las que, casi a escondidas, yo encontré.
Fueron ellas quienes me acercaron el mundo y, lo mismo que un puente, me
permitieron llegar con suavidad a él. Sin ellas, nada o muy poco habría sabido de la vida
verdadera; sólo de las fúnebres ambiciones de los gobernantes y de quienes aspiran a serlo.
De ellas aprendí el lenguaje de la sinceridad, el variado y significativo espacio que rodea a
cada hombre, el que disfrutan juntos en la fiesta de la fraternidad, y la palpitación de los
sentimientos elementales, que son los más puros, sin el disfraz de la cortesía que los
desfigura hasta desarraigarlos. Dentro de mí, continúo dándoles las gracias, y llevo sus
rostros grabados en mi corazón. Son los que siguen.
La nodriza Subh
Sus hijos, incluido el que entonces amamantaba, murieron cuando yo nací. Fue en un
ataque que el condestable de Jaén, Miguel Lucas de Iranzo, llevó a sangre y fuego contra
Lacalahorra para vengar su fracaso en el castillo de Arenas. Ella se ocultó, con el niño más
pequeño en brazos, entre unas zarzas, no lejos de la casa donde quedaron su marido y sus
otros dos hijos. Oía el griterío de los acuchillados, las broncas amenazas y las risotadas de
la soldadesca, que se aprestaba a adueñarse de cualquier botín. En manos de un peón vio
sus enseres, los humildes aperos de su cocina, las ya inservibles ropas de sus hijos. Rebotó
sobre el umbral la cabeza del mayor, y la sangre salpicó el alto zócalo. Subh comprendió
que todo había acabado allí para ella. Huyó por el camino de Guadix, cayendo y
levantándose, mientras la tropa concluía de arrasar la aldea y de degollar a sus habitantes.
Cuando llegó a Guadix, el niño estaba muerto: era en julio y, entre el sudor y el llanto, ella se
había secado.
Subh era fuerte, grande y hermosa a su manera. Tenía unas manos maltratadas, pero
de trazo fino, como si perteneciesen a un cuerpo diferente. Sus pechos, de los que yo mamé
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