Page 25 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Málaga —de cuyo nombre no me acuerdo ahora— que gozó de gran predicamento en la
corte de Yusuf I.
—De momento no te importa, mi querido Boabdil; pero, si siguen así las cosas, en
esta corte hará falta un antídoto contra muchos venenos.
Yo no adiviné a qué se refería; aunque temí preguntarle, porque se desbocaba en una
catarata de datos que ni yo entendía ni me interesaban. Luego quedó muy claro qué era lo
que el buen Ibrahim quiso decirme aquella tarde transparente y templada de fines de marzo.
Sé que fue entonces, porque Faiz, al detenerse el médico ante él para tratar de yerbas y
remedios, aludió a la benévola aparición de la primavera, que, como derogadora de las
escarchas nocturnas de Granada, es muy de agradecer.
Faiz le preguntó que quién era yo.
—¿Es tu hijo? Se parece mucho a ti.
Rió el médico y le replicó que yo era hijo del sultán. El jardinero, sin cortarse, corrigió:
—Debí figurármelo, porque se parece mucho a él, a quien Dios guarde y ensalce
según su merecer —y me alargó una flor.
No recuerdo cuál, pero sí recuerdo su olor. Un olor que, si hoy no me equivoco, era
leve y al mismo tiempo denso, como si tardara un momento en hacerse del todo presente,
pero luego ya su presencia fuese rotunda e inapelable.
Era como el olor de la diamela o de la dama de noche o del nardo, pero ninguna pudo
ser, porque tengo el convencimiento de que fue a finales de marzo o principios de abril
cuando conocí a Faiz. Desde entonces, cada vez que me veía —y me veía cada vez más
porque yo procuraba hacerme el encontradizome brindaba la flor que tuviera más cerca. Y
yo volvía a palacio, muy encrestado y un poco ridículo, con la flor en la mano, o tras la oreja,
como hacían los muchachos mayores.
Intento averiguar qué es lo que me cautivó de Faiz desde el primer momento, y no lo
consigo. Físicamente era casi repugnante, con su ojo tuerto y su muleta renca.
Llevaba unos harapos por toda indumentaria, los pies descalzos en unos alcorques
para que el corcho lo protegiera de la humedad, y un pingo atado alrededor de la cabeza.
No digo yo que fuese sucio, porque eso no se le habría tolerado; pero tampoco era el
más aseado de todos los sirvientes. Poco a poco supe por qué tenía el privilegio de actuar
con más libertad que ellos.
Había servido con mi abuelo, y, cuando mi padre lo destronó, entró en seguida al
servicio del nuevo sultán, por lo que, al quedar inválido en una de las últimas incursiones
que el rey Enrique Iv emprendió desde Écija en la Vega, pasó a engrosar la lista de los
servidores palaciegos. Quizá la expresión ‘servidores palaciegos’
produzca una impresión equivocada.
No había uniformes, ni riqueza, ni bordados; por lo menos, en la mayoría de las casas.
Había un aluvión de mutilados de guerra y de impedidos, cuya única forma de vida consistía
en desarrollar uno de los mil oficios que la Alhambra requería para ser lo que era: una
ciudad auténtica. El de jardinero era de los más importantes.
—Yo nunca supe —me decía Faiz cuando ya trabamos amistad— una palabra de
jardinería. No es que la despreciara, pero no me parecía cosa de soldados. Lo mío era la
guerra. Y la frontera. Con mis grandes bigotes (yo ahora, para que no me teman aquí, me
los he recortado, pero tenía unos bigotes tan grandes que, para dormir mejor, me los ataba
en la nuca), con mis grandes bigotes asustaba a los cristianos en cuanto me ponía por
delante de ellos.
—¿Y tú ibas a la guerra con la muleta? ¿Cómo montabas a caballo?
Faiz, que evidentemente no había pertenecido nunca a la caballería, solventaba
cualquier duda mía de la manera más airosa que imaginarse pueda.
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