Page 23 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
de haber nacido, porque este niñito mío es que está retrasado, muy retrasado el
desventuradillo...
áFue aquélla la primera vez que alguien me llamó con el mote que luego iba a
seguirme de por vida, y aun más allá: “el Zogoibi”, el pobrecito infeliz.
—Este niño es igualito, igualito a Faiz, el jardinero.
Faiz era otro de mis amigos más queridos.
—¿En qué me parezco a Faiz? —pregunté muy ufano.
—En que él tiene la muleta siempre tiesa, pero lo demás lo tiene siempre lacio.
—¿Qué es lo demás?
—Lo que a ti no te importa —y se ponía a canturrear—.
“¿Qué ha sido de mi cosa? ¿Qué ha sido de mi cosa?
Desde abajito se me ha caído, igual que un muro al que le faltan los cimientos.
Si volviera Jesús, el profeta, quizá podría curarte; pero el sitio en el que tienes la
enfermedad es difícil que al profeta le gustara tocarlo”.
‘Ese jardinero no tiene ningún porvenir: para cavar hoyos, un azadón requiere un buen
mango duro —y soltaba una risotada—. Mi Mohamed y yo —agregaba con los ojos
rebosantes de repentinas lágrimas—, ay, niño, Boabdil, mi Mohamed y yo, entre nuestros
tres hijos, éramos como una tijeritas: uno encima del otro, siempre uno encima de otro con
un clavito en medio...
Dios no puede ser bueno. No lo es; si lo fuese, no haría lo que hace. Porque, ¿qué le
hemos hecho nosotros, los infelices, niño, los zogoibis? ¿Quieres decírmelo tú, que tienes
buenos maestros y alfaquíes, y que te sabes de memoria ya medio Corán? Dímelo tú, mi
vida, ¿qué le hemos hecho a Dios para que se porte tan malísimamente con nosotros?
—¿Es que tú eres cristiana?
—le pregunté.
—¿Cristiana yo? Ésa es una gente que sólo tiene fe en tesoros enterrados, o en ídolos
aparecidos a los que pedir tesoros enterrados.
Un día, después de bañarme, dentro de la misma agua, bañamos unos perrillos chicos
que había dejado una perra, a la que atropelló y mató un carro de los que se emplean para
subir la leña a los baños desde el exterior. Era una perra muy cariñosa. Subh y yo la
llamábamos “Nuba” —es decir, “Suerte”—, porque un día nos trajo en la boca una piedra
negra que Subh afirmó que venía de la Luna y que era el más valioso de los talismanes. La
pobre “Nuba” no la tuvo: una mañana la vimos con la cabeza aplastada por una rueda y con
sus tres cachorros lloriqueando alrededor.
Subh lavaba a los perrillos, y ellos se sacudían al sol y jugaban a montarse unos a
otros. Yo no distinguía si eran machos o hembras, pero Subh sí:
—Mira este bujarroncete —me decía—, ¿pues no quiere montarse encima de su
hermano? Y la machirulilla, mírala, mírala: en vez de recogerse la faldita, mírala, empinada
de una manera que ya la quisiera para sí el jardinero. Y van los dos contra el más chico.
Acuérdate, Boabdil: siempre sucede igual.
Y, de pronto, los cachorros comenzaban a morderse y a pelearse desesperadamente
entre los pies de Subh, que yo creo que los amamantaba también, y ella reía y palmeaba.
Yo estaba muy asustado al verlos tan emberrenchinados y llenos de odio entre sí.
—Si no es la guerra, bobo. No es la guerra —decía—: son cosas de chiquillos.
Y les volcaba jofainas de agua para separarlos, y los perrillos se quedaban reducidos,
con el pelo mojado, a casi nada.
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