Page 299 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Los comprendo muy bien. Yo mismo me pregunto qué hago aquí, cercado y vendido
en la tierra que me tuvo por rey. Mis vasallos no llegan ya a dos mil.
Hoy, 10 de abril de 1493, después de tratarlo con Moraima y en presencia de ella, he
llamado a mi secretario Mohamed Ibn Nazar, a El Maleh, a Bejir y a Abrahén el Caisí.
Redactada por el primero, he otorgado autorización al segundo para que llegue, con
Hernando de Zafra, a un acuerdo sobre la venta de estos estados que me quedan y sobre
mi partida a África. El texto lo ha traducido El Caisí. Con esta decisión sé que agoto mis
últimos poderes; acaso no existían. Oponerse a la fatalidad es dar coces contra el aguijón.
Al ver la fecha, he pensado que otros abriles me fueron más propicios.
Inmediatamente deseché el pensamiento: no quiero refugiarme en el pasado; no lo
haré nunca más. Firmé con mi nombre, y sellé el documento con mi sello privado; es el
único sello que conservo.
No es que el hombre se solace en su desgracia, pero se amolda a ella. Vivir sin
esperanza es un dislate, o quizá un imposible. Se sacan fuerzas de la flaqueza con la
espontaneidad con que crece la yerba en un estercolero. O en una tumba.
Moraima, frente a mí, tiene su postura habitual: las manos recogidas sobre su regazo
ya muy protuberante, y los ojos volcados hacia la vida nueva. Yo he cubierto sus manos con
las mías.
—No son sólo nuestras manos lo que apoyamos aquí, Moraima.
—El sol es el mismo en todas partes —me ha respondido con su voz templada—. Tú y
yo juntos con nuestros hijos, fuera de tanta agitación y tantas mezquindades, indiferentes a
la avidez de los poderosos y de quienes tratan de serlo, conseguiremos finalmente la
felicidad. —En aquel momento era para mí la madre que nunca había tenido—. En una tierra
que no te haya sido robada, y que no nos haya robado a su vez a los seres que amábamos
y amamos.
El Maleh regresó de Granada.
Sólo ha tardado cinco días en extender con Zafra la escritura de mi entrega total. Sin
duda los reyes acucian mi partida, que redondea sus propósitos. Tienen ya virtualmente la
Península entera bajo su cetro, y proyectan nuevos viajes a los mundos recién descubiertos.
Si Dios está con ellos y les vale, ¿qué necia resistencia puedo oponerles yo?
Me planteo ahora la elección del lugar en el que emprenderemos otra aventura, si es
que es factible semejante quimera. Moraima y yo deseamos uno pacífico y salubre, en
donde se preparen nuestros hijos para un porvenir que se les ofrece acaso demasiado
versátil, y en donde a nosotros se nos permita descansar. Barajamos los nombres de Orán,
de Túnez, de Fez, de Alejandría. Túnez me atrae por encontrarme en él con mi tío Abu
Abdalá, del que nada había sabido en los últimos años, y que recientemente parece que ha
pasado allí desde Orán; pero hay nuevas de que esa tierra se halla afligida por la calamidad,
la carestía, la escasez y la peste. Por otra parte, Alejandría está en exceso lejos de esta
patria, de la que aún confío que Dios no haya desarraigado el Islam para siempre.
La opción —y eso sí que es nuevo— depende en exclusiva de nosotros. Quizá me
pavoneo hablando así; pero, ilusionados con tal libertad, proponemos sin prisa pros y
contras como niños que vacilan, en las vísperas de su fiesta, sobre qué regalo pedirán a sus
padres.
Aún no he ratificado las escrituras; sin embargo, he prometido a Zafra que, cuando
pasen los calores del verano y antes de que las tormentas encrespen el Estrecho, pasaré
con los míos al otro continente. De momento somos libres —o nos sentimos, lo que es
suficiente y habitual entre los hombres—. O, por lo menos, nos empeñamos en sentirnos
libres.
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