Page 102 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
P. 102
Miller se caló el sombrero hasta las cejas e intentó relajarse. Iluminó la
cueva una albura sobrenatural, y de improviso quedaban únicamente Horn y
él; todos los demás se fundieron y desaparecieron. El celaje que llegaba
flotando procedente del pasadizo caracoleó sobre el montón de petates,
enroscándose en el pecho de Horn y las rodillas de Miller. Horn tenía la
mirada perdida. Ceniciento, su rostro descollaba suspendido en la niebla.
—Venga —dijo—, cuéntame la verdad. ¿Qué visteis en aquel árbol? ¿Qué
había allí escondido?
—Gusanos —fue la respuesta de Miller, aunque ni siquiera él abrigaba la
certeza de estar diciendo la verdad. Al intentar examinarlo de cerca el
recuerdo se escurría, fluctuaba y se transformaba. Un fibroso entramado de
raíces viscosas, o lombrices, o una masa de tentáculos se retorcía en la acuosa
oscuridad del majestuoso tronco de cedro—. Con caras. —«Hay demonios
que viven en agujeros en el suelo. Moran en las rocas y duermen en el interior
de los árboles más grandes de lo más profundo del bosque, donde jamás brilla
el sol».
—Ah. —Horn asintió con la cabeza—. No tengo ni idea de qué es lo que
se proponía hacer el hombrecillo del cuento con aquel niño, pero créeme si te
digo que los aldeanos les dan sus bebés a esos amigos suyos que moran en los
árboles… en esta montaña. Son los hijos e hijas de la Antigua Sanguijuela. Y
también te puedo decir lo que el pueblo de la Antigua Sanguijuela hace con
ellos.
—Preferiría que te abstuvieras.
—Cierra los ojos y mira dentro. Estamos tan cerca que ya puedes ver a su
dios. Dormido, como un oso en invierno. Soñando con su pueblo. También
sueña con nosotros aquí, durante el día. Pero está despertando. No creo que
tarde en salir de su guarida.
—Chaval, cierra el pico.
—Ama a su pueblo. Y a nosotros también, aunque no igual. —La sonrisa
de Horn era artera y cruel. Abrió la boca, aspiró aquella luz tan peculiar y la
confusión se adueñó de los sueños de Miller. Soñó que caía a través de la
montaña, a través de toda la Tierra, hasta el cielo, acelerando como un
proyectil hasta que el resplandor del sol quedó reducido a una mera cabeza de
alfiler fulgurante. Atravesó la superficie de una luna desconocida, helada y
negra como la sangre, y se detuvo en suspensión, ingrávido, en su corazón
hueco. La caverna, oscura como la brea, olía a moho y humedad. Flotando,
sobrevoló peñascos, cañones y bosques de carne y hongos grumosos,
transportado su cuerpo en alas de las corrientes ascendentes de un cálido mar
Página 102