Page 100 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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mitigar el dolor, y se tambaleaba en precario equilibrio hasta que Ruark le
ayudó a sentarse con la espalda apoyada en la pared.
A sus pies, el infierno ya había devorado varias casas por completo y el
fuego producía un sonido parecido al de un vendaval. Las chispas prendían en
las ramas más bajas de los árboles próximos. La humareda se había espesado
hasta tal punto que costaba distinguir qué hacían los aldeanos. Los hombres
corrían con cubos de aquí para allá, cabía esperar que combatiendo las llamas
con tierra y agua. Miller se tumbó bocabajo, enrolló la chaqueta y apoyó el
Enfield encima. Esperó, aspiró, expulsó parcialmente el aire y apretó el
gatillo. Le sonrió la suerte: uno de los aldeanos extendió los brazos en cruz,
cayó y se quedó tendido en la tierra, con una mano extendida en un montón
de madera llameante; su atuendo no tardó en echar humo y cubrirse de
lenguas de fuego. El resto de los vecinos del poblado se desvaneció. Después
de aquello, el incendio se propagó sin oposición.
En el suelo, Horn gemía y se retorcía. Rezaba a Jesús, a Dios y a la virgen
María. Miller ayudó a Ruark a quitarle la camisa al muchacho y deslizó una
mano bajo su cuerpo para auscultarlo. Los dientes de la horca lo habían
traspasado limpiamente y la sangre escapaba de Horn como podría hacerlo de
un colador. No aguantaría mucho más. Miró a Ruark de soslayo y sacudió
ligeramente la cabeza.
—El crío ni siquiera llegó a disparar su tirachinas —escupió Ruark—.
Hijos de perra.
Horn empezó a llamar a gritos a su madre.
—Chis. —Stevens usó una cerilla para encender el quinqué que había
encontrado colgado de un gancho. Dejó la lámpara sujeta a un puntal al fondo
de la cueva, donde esta se yugulaba hasta formar un angosto pasadizo que
descendía a la oscuridad más absoluta. Miller no lograba determinar cuál
podía ser la función de aquella gruta; aun moderadamente excavada y
desbastada, no se trataba de ninguna mina. Las paredes presentaban símbolos
arcanos trazados con tiza. Unos monigotes doblaban el espinazo en actitud
reverente, empequeñecidos por lo que parecía ser un enorme manojo de
ramas. No, no eran ramas, sino gusanos, o algo igual de vermiforme.
Arracimados en torno al quinqué, los leñadores semejaban personajes
surgidos de alguna fábula gótica; profanadores de tumbas apoyados en sus
azadones a medianoche en un camposanto fangoso. A la luz de aquella
primitiva lámpara de aceite, la compañía ofrecía un espeluznante espectáculo
bañado de sangre. Formaron una pila con sus petates y enseres en medio del
suelo e hicieron recuento de la munición y las raciones que les quedaban.
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