Page 96 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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De los labios de la matrona brotó un hilo de sangre. La herida, lejos de

               restarle ferocidad, le imprimía un aura de salvajismo y locura que provocó
               que  los  hombres  se  encogieran  como  podría  hacer  uno  ante  una  bestia
               lastimada. Sus ojos, desorbitados y bituminosos, resplandecían con lágrimas
               de rabia y exultación.

                    —¿Habéis  visto  lo  que  os  aguarda  en  los  árboles?  —susurró  con  la
               intimidad de una amante.
                    —¿Dónde está el otro hombre? —Miller se plantó ante la matrona de una
               zancada  y  la  apuntó  con  el  rifle—.  Hable  o  le  vuelo  la  puñetera  rodilla,

               señora. Póngame a prueba.
                    —Eso no será necesario. El más apuesto de los dos se halla en la torre.
               Nos dejaron al gordo para que jugáramos. Se divierten viéndonos practicar la
               crueldad.

                    Miller rodeó a Ma y el charco de sangre coagulada. Agarró la argolla de
               una trampilla y tiró, revelando así una despensa subterránea en la que varias
               de las mujeres se hacinaban como cabras. Se abrazaron las unas a las otras,
               sobresaltadas.

                    —¿Lo ves? —preguntó Stevens.
                    Miller cerró la trampilla de golpe y sacudió la cabeza.
                    Bane  profirió  una  maldición  cuando  Ruark  desclavó  la  cuchilla  de  su
               hombro con un crujido enfermizo. Miller improvisó un torniquete. Todo el

               costado  izquierdo  del  abrigo  de  ante  de  Bane  estaba  empapado  y  goteaba.
               Horn gritó algo. Todos se acercaron corriendo a las ventanas. El mundo se
               había  arropado  en  el  manto  del  crepúsculo  y  una  deslavazada  cadena  de
               lámparas  oscilaba  en  la  oscuridad  cárdena,  descendiendo  por  la  vereda  del

               otro lado del valle.
                    —O nos hacemos fuertes —dijo Miller—, o salimos corriendo.
                    —Estamos  atrapados  como  ratas  —replicó  Stevens—.  El  tejado  es  de
               madera. Podrían quemarnos vivos.

                    —No con sus mujeres aquí —dijo Bane, con los dientes apretados.
                    —¿Quieres pasarte toda la noche encerrado con ellas? —preguntó Miller.
                    —Vale, no he dicho nada.
                    —Podríamos  usar  a  esta  de  rehén  —sugirió  Stevens,  sin  demasiada

               convicción.
                    —Y  una  mierda  —dijo  Miller—.  A  saber  qué  le  da  por  cortar  a
               continuación.
                    —Deberíais  refugiaros  en  las  montañas  —habló  la  matrona—.  Los

               horrores  que  se  ciernen  sobre  vosotros…  huid,  cazadores.  O  aniquilaos  los




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