Page 91 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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—Enseguida se hará de noche. —También Stevens volvió la vista atrás
con aire furtivo. Largas sombras se extendían sobre los juncos y el terreno
despejado que se extendía ante ellos. Ensangrentado, el sol flotaba a un mero
suspiro de distancia de las cumbres, suspendido en un firmamento que
empezaba a sucumbir a la herrumbre—. Esta gente podría ser peligrosa.
Preparad las armas.
Horn tiró de la manga de Bane.
—¿Qué habéis visto ahí atrás?
—Chitón, chaval. No pienso salir de este valle yendo en esa dirección. Y
no se hable más.
—Eso, a callar —dijo Ruark, y le propinó un empujón al muchacho para
que se pusiera en marcha.
§
El grupo vadeó el río con los rápidos arremolinados en torno a las espinillas,
se adentró en la aldea y traspuso el pórtico abierto en la empalizada después
de que Stevens alertara a los ocupantes de su llegada. Una decena de mujeres
de diversas edades interrumpieron sus quehaceres y observaron en silencio a
los visitantes. Se cubrían con largos vestidos de sencilla manufactura, de
inequívocas connotaciones cuáqueras, así como con gorros sin distintivos y
pañoletas en la cabeza. Presentaban un aspecto aseado y no parecía que las
acuciara el hambre. Tenían los dientes blancos. Varias se retiraron de
inmediato a la estructura central, una especie de casa comunal. Otras
desaparecieron en el interior de las viviendas, de menor tamaño. Una de las
muchachas más jóvenes dirigió una sonrisa a hurtadillas a Miller. Saltaba a la
vista que le faltaba un verano. Su vestido, de escote bajo, revelaba unas
curvas exuberantes y un vientre abultado por el embarazo; Miller se ruborizó
y apartó la mirada. Las gallinas picoteaban el suelo entre la maleza. Un par de
cabras deambulaban de aquí para allá, y una pequeña jauría de chuchos se
acercó gañendo para olisquear las piernas de los hombres.
Una matrona fornida, de cabellos canosos, se adelantó para recibir a la
compañía. También ella les ofreció una sonrisa cordial.
—Hola, forasteros. Bienvenidos —dijo, con un acento y unos ademanes
extraños, indefiniblemente extranjeros.
—Con permiso, señora. —Stevens se quitó el sombrero y lo estrujó entre
las manos, nervioso—. Perdón por la intromisión y todo eso, pero es que
andamos tras la pista de un par de chicos que pertenecen a nuestro grupo.
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