Page 90 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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Y los hombres se desbandaron, tropezando y trastabillando, agarrándose a
las ramas para no perder el equilibrio. El eclipse se prolongó durante cuatro
minutos, a lo sumo. El grupo llegó al fondo cuando la luna y el sol se
separaban y el mundo comenzaba a iluminarse de forma paulatina. El angosto
valle discurría sinuoso de norte a sur. Hacia el norte había saltos de agua, y un
riachuelo poco profundo serpenteaba entre bancos de arena, alamedas
intermitentes, ramas desgajadas y troncos desarraigados.
A unos ciento setenta metros o así de distancia, sobre la cara opuesta del
valle, tras una empalizada baja de leños verticales se divisaba una aldea, una
colección de antiguas cabañas y bungalós que se extendía hasta la mitad de la
escalonada ladera. Entre los edificios campeaban varias figuras, ya fuera
cuidando de las gallinas o tendiendo la colada. Stevens compartió el catalejo
con sus compañeros, y entre todos llegaron a la conclusión de que los únicos
habitantes visibles eran un puñado de mujeres.
Miller había encontrado reductos parecidos en las zonas rurales de
Europa, donde la edad de los cimientos se medía por siglos, cuando no se
remontaban a épocas medievales directamente. Tropezarse con semejante
lugar aquí, en los bosques de Norteamérica, era incomprensible. Este poblado
era una incongruencia, un completo anacronismo; y el valle, uno de los
rincones secretos del mundo. No había oído nunca ni una sola palabra de ese
lugar, y únicamente Dios sabía por qué querrían morar allí aquellas personas,
en secreto. Tal vez pertenecieran a alguna secta religiosa proscrita y desearan
profesar su fe sin que nadie las molestara. Pensar en la sobrecogedora melodía
de la noche anterior, en aquellos tambores ominosos, en el sol apagado, hizo
poco por tranquilizarlo.
Alejada de la porción central de la comunidad se cernía una torre de
piedra cuyo parapeto almenado abrazaba un torreón de lustrosas tejas de barro
que se ahusaba hasta terminar en punta. Las piedras que constituían esta torre,
la cual se elevaba hasta una altura de cuatro pisos y dominaba toda la aldea,
presentaban un blancor óseo interrumpido a intervalos por unas ventanas
como ojos de cerradura. Alguien había pintado el símbolo del anillo truncado,
negro y ocre, a la izquierda de cada una de las ventanas y sobre las recias
puertas de roble con bandas de hierro al pie de la torre. Al igual que ocurriera
con la marca tallada en el árbol de la ladera, una inefable combinación de
elementos imprimía a la torre un aura amenazadora que se revolvía inquieta
en lo más hondo de Miller, cuyo pulso se aceleró mientras miraba por encima
del hombro para contemplar el camino que acababan de recorrer.
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