Page 121 - La sangre manda
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Por supuesto, conocía a sus otros abuelos, los visitaba cada verano, pero
en esencia eran unos desconocidos para él. Cuando se quedó huérfano, lo
telefoneaban muy a menudo, las típicas llamadas para saber cómo estaba y
cómo le iba en el colegio, y las visitas en verano prosiguieron; Sarah (alias
Bubbie, alias abuela) lo llevaba en avión. Pero los padres de su madre
continuaron siendo unos desconocidos que vivían en la extraña tierra de
Omaha. Le enviaban regalos por su cumpleaños y por Navidad —este último
era un detalle muy bonito, porque los abuelos no celebraban la Navidad—,
pero, por lo demás, para él siguieron siendo personas ajenas, como los
profesores que quedaban atrás a medida que iba avanzando cursos.
Chuck fue el primero en empezar a desprenderse del luto metafórico, con
lo que arrancó forzosamente a sus abuelos (mayores, sí, pero no ancianos) de
su propio dolor. Al cabo de un tiempo, cuando Chucky tenía diez años, lo
llevaron a Disneylandia. Tenían habitaciones contiguas en el Swan Resort, y
por la noche dejaban abierta la puerta que las comunicaba. Chuck solo oyó
llorar a su abuela una vez. En general, lo pasaron bien.
Parte de esas buenas sensaciones volvieron a casa con ellos. A veces
Chuck oía a la abuela tararear en la cocina o cantar al son de la radio. Después
del accidente, habían recurrido con frecuencia a las comidas para llevar (y a
las cajas reciclables de botellas de Budweiser para el abuelo), pero el año
siguiente a la visita a Disneylandia la abuela comenzó a cocinar otra vez.
Buenas comidas con las que el niño, antes flaco, ganó peso.
A su abuela, mientras cocinaba, le gustaba escuchar rock and roll, música
que Chuck habría considerado demasiado juvenil para ella, pero que sin duda
le encantaba. Si Chuck se acercaba a la cocina en busca de una galleta o quizá
con la esperanza de prepararse un rollo de pan de molde relleno de azúcar
moreno, a veces la abuela levantaba las manos hacia él y empezaba a chascar
los dedos.
—Baila conmigo, Henry —decía.
Él se llamaba Chuck, no Henry, pero solía seguirle la corriente. Le enseñó
algunos pasos de jitterbug y un par de movimientos híbridos. Le dijo que
había más, pero que ella tenía la espalda delicada y no podía ejecutarlos.
—Aunque puedo mostrártelos —dijo, y un sábado llevó una pila de cintas
de vídeo del Blockbuster.
Estaban En alas de la danza, con Fred Astaire y Ginger Rogers, West Side
Story, y la favorita de Chuck, Cantando bajo la lluvia, en la que Gene Kelly
bailaba con una farola.
—Podrías aprender esos pasos —agregó—. Tienes un don natural, chico.
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