Page 118 - La sangre manda
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—Y  yo  no  puedo  hacerlo  sola  —dice  Janice  con  una  sonrisa—.  Sería

               como Ginger sin Fred.
                    —Lo entiendo —responde Jared, y tiende los brazos—. Pero tenéis que
               venir aquí antes de iros. Abrazo grupal.
                    Se acercan a él. Chuck sabe que huelen su sudor —ese traje tendrá que ir

               a la tintorería antes de que vuelva a ponérselo, y limpiarse a fondo—, y él
               huele el de ellos. No pasa nada. Piensa que la chica ha acertado de pleno al
               utilizar la palabra «mágico». A veces esas cosas ocurren. No muy a menudo,
               pero sí alguna que otra vez. Es como encontrar un billete de veinte olvidado

               en el bolsillo de un abrigo viejo. O fantasmas en una habitación abandonada.
                    —Músicos callejeros para siempre —dice Jared.
                    Chuck Krantz y Janice Halliday lo repiten.
                    —Músicos  callejeros  para  siempre  —repite  Mac—,  genial.  Ahora

               salgamos de aquí antes de que aparezca el controlador de parquímetros, Jere.




               Chuck dice a Janice que él se dirige al hotel Boston, que está más allá del

               Prudential Center, por si ella va en la misma dirección. Janice antes sí tenía
               previsto ir a pie hacia allí, hasta Fenway, abandonándose a la melancolía por
               la  mala  jugada  de  su  exnovio  y  mascullando  bobadas  patéticas  a  su  bolso,
               pero ha cambiado de idea. Dice que tomará el metro en Arlington Street.

                    Él la acompaña, atajan por el parque. En lo alto de la escalera, Janice se
               vuelve hacia él.
                    —Gracias por el baile.
                    Él responde con una inclinación de cabeza.

                    —Ha sido un placer.
                    La observa hasta que la pierde de  vista y luego desanda el camino  por
               Boylston. Avanza despacio porque le duele la espalda, le duelen las piernas y
               le palpita la cabeza. No recuerda haber tenido jaquecas tan intensas como esa

               en toda su vida. No hasta hace un par de meses, claro. Piensa que si sigue así
               tendrá que ir al médico. Piensa que sabe cuál podría ser la causa.
                    Pero ya se ocupará de eso más adelante. Si es que se ocupa. Esta noche he
               decidido obsequiarse con una buena cena —por qué no, se la ha ganado— y

               una  copa  de  vino.  Pensándolo  mejor,  una  botella  de  Evian.  El  vino  podría
               intensificar el dolor de cabeza. Cuando haya terminado de cenar —con postre
               incluido, eso por descontado—, llamará a Ginny y le dirá que es posible que
               su marido sea el próximo fenómeno del momento en internet. Probablemente

               no llegue a ocurrir, en algún lugar alguien ahora mismo estará grabando a un




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