Page 123 - La sangre manda
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El abuelo se quedó pensativo y finalmente quitó el sonido del televisor
con el mando a distancia, dejando en silencio un anuncio de la camioneta
Ford del mes. (El abuelo me explicó que Ford significaba «Fallos O
Reparaciones Diarios»).
—Si subieras allí, quizá verías mucho más de lo que te conviene —dijo—.
Por eso está cerrada con llave, jovencito.
Chuck sintió que lo recorría un leve y no del todo desagradable escalofrío,
y de inmediato afloraron a su mente ScoobyDoo y sus amigos persiguiendo
fantasmas en la Máquina del Misterio. Deseó preguntar al abuelo a qué se
refería, pero la parte adulta de él —no del todo presente, no, no a los diez
años, aunque había empezado a hablar esporádicamente— le indicó que
callara. Que callara y esperara.
—¿Sabes de qué estilo es esta casa, Chucky?
—Victoriana —respondió Chuck.
—Exacto, y no victoriana de imitación. Se construyó en 1885, y desde
entonces se ha reformado media docena de veces, pero la cúpula lleva ahí
desde el principio. Tu abuela y yo la compramos cuando el negocio del
calzado se disparó, y nos la dejaron a un precio de ganga. Vivimos aquí desde
1971, y en todos estos años no he subido a esa condenada cúpula más de
cinco o seis veces.
—¿Porque el suelo está podrido? —preguntó Chuck con cautivadora
inocencia, o esa era la intención.
—Porque está llena de fantasmas —contestó el abuelo, y Chuck volvió a
sentir el escalofrío. Esa vez ya no tan agradable.
Aunque tal vez el abuelo bromeara. Últimamente bromeaba de vez en
cuando. Las bromas eran para el abuelo lo que el baile para la abuela. Ladeó
la cerveza. Eructó. Tenía los ojos rojos.
—El fantasma de las Navidades futuras. ¿Te acuerdas de eso, Chucky?
Chuck lo recordaba: veían Cuento de Navidad todos los años en
Nochebuena, pese a que, por lo demás, no celebraban la Navidad. Pero eso no
significaba que supiera a qué se refería.
—Lo del hijo de los Jefferies ocurrió solo al cabo de uno o dos meses —
dijo el abuelo. Tenía la mirada fija en el televisor, pero Chuck no creía que lo
viera realmente—. Lo que le pasó a Henry Peterson…, eso tardó más tiempo.
Fue al cabo de cuatro o cinco años. Para entonces ya casi me había olvidado
de lo que había visto ahí arriba. —Apuntó al techo con el pulgar—. Después
de eso juré que nunca más volvería a subir, y ojalá no hubiera subido. Por
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