Page 131 - La sangre manda
P. 131
En su segundo día en la escuela de secundaria de Acker Park, Chuck pasó por
delante del tablón de anuncios que había junto a la secretaría y, al cabo de un
momento, volvió sobre sus pasos. Entre los avisos del Club de Animadores, la
Banda de Música y las pruebas de selección para los equipos de los deportes
de otoño, había uno en el que se veía a un chico y a una chica captados en
pleno paso de baile, el sujetándole en alto la mano y ella girando debajo.
¡APRENDE A BAILAR!, se leía en letras irisadas por encima de los
sonrientes niños. En la parte inferior ponía: ¡ÚNETE A GIROS Y
PIRUETAS! ¡SE ACERCA EL SARAO DE OTOÑO! ¡SAL A LA PISTA!
Mientras Chuck lo miraba, lo asaltó una imagen de una nitidez dolorosa:
la abuela en la cocina tendiéndole las manos. Chascando los dedos y diciendo:
«Baila conmigo, Henry».
Esa tarde bajó al gimnasio, donde él y otros nueve alumnos vacilantes
fueron recibidos con entusiasmo por la señorita Rohrbacher, la profesora de
educación física de las niñas. Chuck era uno de los tres chicos. Había siete
chicas. Todas ellas más altas.
Uno de los chicos, Paul Mulford, trató de escabullirse en cuanto se dio
cuenta de que allí, con apenas un metro cincuenta, era el niño más bajo. Un
auténtico renacuajo. La señorita Rohrbacher lo persiguió y volvió con él a
rastras, riéndose alegremente.
—No, no, no —dijo—, ahora eres mío.
Y lo era. Todos lo eran. La señorita Rohrbacher era el monstruo del baile,
y nadie podía interponerse en su camino. Encendió su radiocasete y les
enseñó el vals (Chuck ya lo conocía), el chachachá (Chuck ya lo conocía), el
ball change (Chuck ya lo conocía) y luego la samba. Ese Chuck no lo
conocía, pero cuando la señorita Rohrbacher puso «Tequila», de los Champs,
y les enseñó los pasos básicos, los captó de inmediato y se enamoró de la
samba.
Era con diferencia el mejor bailarín del pequeño club, así que la señorita
Rohrbacher lo emparejaba sobre todo con las niñas más torpes. Él comprendía
que lo hacía para que ellas mejoraran, y se lo tomaba bien, pero le resultaba
un tanto aburrido.
Sin embargo, hacia el final de los cuarenta y cinco minutos, el monstruo
del baile mostraba compasión y lo emparejaba con Cat McCoy, que era
alumna de octavo y la mejor bailarina entre las chicas. Chuck no esperaba un
idilio —Cat no solo era preciosa, además medía diez centímetros más que él
—, pero le encantaba bailar con ella, y el sentimiento era mutuo. Juntos,
cogían el ritmo y se dejaban llevar. Se miraban a los ojos (ella tenía que bajar
Página 131