Page 136 - La sangre manda
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encantador cuarto trasero como espacio de juego para los niños) a la que se
mudaron Virginia y él después de su luna de miel en los Catskills. Como
empleado recién contratado en el Midwest Trust —un modesto cajero—,
jamás se habrían podido permitir esa casa sin la herencia del abuelo.
Chuck se negó en redondo a trasladarse a Omaha y vivir con los padres de
su madre. «Os quiero —dijo—, pero aquí es donde me crie y donde quiero
seguir hasta que me vaya a la universidad. Tengo diecisiete años, no soy un
niño».
Así que ellos, los dos retirados desde hacía tiempo, fueron a instalarse con
él en la casa victoriana durante los aproximadamente veinte meses que
faltaban para que Chuck se marchara a la Universidad de Illinois.
Sin embargo, no pudieron asistir al funeral y el entierro. Ocurrió deprisa,
como el abuelo deseaba, y los padres de su madre tenían cabos sueltos que
atar en Omaha. La verdad fue que Chuck no los echó de menos. Estaba
rodeado de amigos y vecinos a los que conocía mucho mejor que a los padres
gentiles de su madre. Un día antes de la llegada prevista, Chuck abrió por fin
un sobre de color marrón que había en la mesa del recibidor. Era de la
funeraria Ebert-Holloway. Contenía los efectos personales de Albie Krantz, al
menos aquellos que llevaba en los bolsillos cuando se desplomó en la
escalinata de la biblioteca.
Chuck vació el sobre en la mesa. Cayeron varias monedas con un tintineo,
unos cuantos caramelos Halls para la tos, una navaja plegable, el nuevo
teléfono móvil que el abuelo apenas había tenido ocasión de utilizar y el
billetero. Chuck cogió este último, olió el cuero viejo y flácido, lo besó y lloró
un poco. Ahora sí que era huérfano.
Allí estaba también el llavero del abuelo. Ensartó en el aro el dedo índice
de la mano derecha (la que tenía la cicatriz en forma de media luna) y subió
por el corto y sombrío tramo de escalera hasta la cúpula. Esa vez no solo
sacudió el candado Yale. Después de buscar durante un rato, encontró la llave
apropiada y lo abrió. Dejó el candado colgando de la arandela, empujó la
puerta e hizo una mueca al oír el chirrido de las bisagras viejas sin engrasar,
preparado para cualquier cosa.
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Pero no había nada. La habitación estaba vacía.
Era pequeña, circular, de no más de cuatro metros de diámetro. En el
extremo opuesto había una única ventana ancha, con el polvo de años
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