Page 134 - La sangre manda
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—¡Otra, otra! —gritó un chico; sin embargo, Chuck y Cat negaron con la
cabeza. Eran jóvenes, pero lo bastante inteligentes para saber cuándo
convenía retirarse. Lo inmejorable no podía superarse.
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Seis meses antes de morir de un tumor cerebral (a la injusta edad de treinta y
nueve años), y cuando la mente aún le funcionaba (en general), Chuck contó a
su mujer la verdad sobre la cicatriz en el dorso de su mano. No era nada del
otro mundo, no era una gran mentira, pero en ese momento de su vida en
rápido declive le parecía importante dejar las cosas claras. La única vez que
ella le había preguntado al respecto (en realidad era una cicatriz muy
pequeña), él le contó que se la había hecho un chico llamado Doug
Wentworth, quien, cabreado con él porque tonteó con su novia en un baile en
secundaria, lo empujó contra una alambrada delante del gimnasio.
—¿Qué pasó realmente? —preguntó Ginny, no porque fuera importante
para ella, sino porque parecía importante para él. A ella no le preocupaba
mucho lo que le hubiera ocurrido en secundaria. Según los médicos, era
probable que muriese antes de Navidad. Eso era lo que a ella le importaba.
Cuando terminaron su fabuloso baile y el DJ puso otro tema, más reciente,
Cat McCoy corrió junto a sus amigas, que se rieron y chillaron y la abrazaron
con un fervor del que solo eran capaces las niñas de trece años. Chuck estaba
bañado en sudor y tan acalorado que tenía la sensación de que iban a
incendiársele las mejillas. También sentía euforia. En ese momento solo
deseaba oscuridad, aire fresco y soledad.
Pasó por delante de Dougie y sus amigos (que no le prestaron la menor
atención) como un niño en un sueño, empujó la puerta del fondo del gimnasio
y salió al patio asfaltado. El aire frío del otoño apagó el fuego de sus mejillas,
pero no su euforia. Alzó la vista, vio un millón de estrellas y entendió que,
por cada una de las estrellas de ese millón, había otro millón detrás.
El universo es inmenso, pensó. Contiene multitudes. También me
contiene a mí, y en este momento soy maravilloso. Tengo derecho a ser
maravilloso.
Con un moonwalk, retrocedió hasta la canasta de baloncesto, moviéndose
al ritmo de la música que sonaba dentro (al hacer su pequeña confesión a
Ginny ya no recordaba qué música era, pero, para que conste, era «Jet
Airliner», de la banda de Steve Miller), y giró con los brazos extendidos.
Como para abrazarlo todo.
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