Page 37 - La sangre manda
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—Usted aún tiene para años —dije, feliz en la ignorancia de que esa era
nuestra última conversación.
—Puede que sí, puede que no, pero quiero repetirte lo mucho que me
alegro de que me convencieras de quedarme esto. Me ha dado algo en que
pensar. Y es buena compañía cuando no puedo dormir por las noches.
—Me alegro —respondí, y así era—. Tengo que irme. Nos vemos
mañana, señor Harrigan.
Yo sí lo vi a él, pero él a mí no.
Accedí como siempre por la puerta del vestíbulo al tiempo que me anunciaba.
—Hola, señor Harrigan, ya estoy aquí.
No contestó. Pensé que estaría en el baño. Esperé que no se hubiera caído
allí dentro, porque era el día libre de la señora Grogan. Cuando entré en el
salón y lo vi sentado en su sillón —con la botella de oxígeno en el suelo, el
iPhone y Avaricia en la mesa a su lado—, me relajé. Salvo por el hecho de
que tenía la barbilla apoyada en el pecho y se había desplomado un poco
hacia un lado. Parecía dormido. En tal caso, era la primera vez que lo
encontraba así a esas horas de la tarde. Se echaba una siesta de una hora
después del almuerzo y, para cuando llegaba yo, estaba siempre bien
despierto y despejado.
Me acerqué y advertí que no tenía los ojos del todo cerrados. Vi el arco
inferior de sus iris, pero el azul había perdido nitidez. Presentaba un aspecto
turbio, desvaído. Empecé a asustarme.
—¿Señor Harrigan?
Nada. Tenía entrelazadas en el regazo las manos, nudosas, flácidas. Uno
de los bastones permanecía contra la pared, pero el otro se hallaba en el suelo,
como si, al intentar cogerlo, lo hubiera tirado. Caí en la cuenta de que oía el
silbido uniforme de la mascarilla de oxígeno, pero no el leve estertor de su
respiración, un sonido al que me había acostumbrado tanto que ya rara vez lo
notaba.
—Señor Harrigan, ¿está bien?
Avancé un par de pasos más; tendí la mano para despertarlo y la retiré.
Nunca había visto a un muerto, pero pensé que quizá en ese momento tenía
uno ante mis ojos. Alargué el brazo de nuevo y esta vez no me arredré. Lo
agarré por el hombro (espantosamente huesudo bajo la camisa) y le di una
sacudida.
—¡Señor Harrigan, despierte!
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