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El  Evangelio  ilumina  nuestra  conciencia,  nuestros  códigos  sociales,  aunque  es
            una  tarea  nunca  acabada:  ¿celebrar  hasta  emborracharse?...  ¿no  deberíamos
            inventar otros modos de divertirnos que no nos degraden?
           Por eso es preciso educar nuestra conciencia, saber escuchar lo que dice el cora-
           zón, ser dóciles a su voz. Es decir, tenemos que formar nuestro juicio moral en
           base al uso de la recta razón iluminada por la Palabra de Dios.
              La conciencia recta, bien formada, hace a la persona capaz de distinguir lo
               bueno de lo malo. Aprender a decidir y actuar según nos dicta la conciencia;
               simplemente obrando lo bueno a los ojos de Dios y no a los ojos de la gente.
              Gracias a la conciencia podemos conocer lo que Dios espera de nosotros; así
               nos encaminamos hacia la felicidad de una vida recta, honesta, solidaria.
              La  Palabra  de  Dios  es  “Luz  en  nuestro  camino”  (Salmo  118,105):  ilumina
               nuestra conciencia,  nos va educando  para entrar en  “los criterios de Cris-
               to” (1Cor 2,16).
              El  examen  de  conciencia  diario  y  el  sacramento  de  la  Reconciliación  son
               grandes ayudas para educar la conciencia.

           Francisco. “Cristo Vive”: El discernimiento
           281. En este marco (del discernimiento) se sitúa la formación de la conciencia,
           que  permite  que  el  discernimiento  crezca  en  hondura  y  en  fidelidad  a
           Dios: Formar la conciencia es camino de toda una vida, en el que se aprende a
           nutrir los sentimientos propios de Jesucristo, asumiendo los criterios de sus deci-
           siones y las intenciones de su manera de obrar (cf. Flp 2,5).

           282. Esta formación implica dejarse transformar por Cristo y al mismo tiempo
           una práctica habitual del bien, valorada en el examen de conciencia: un ejercicio
           en el que no se trata sólo de identificar los pecados, sino también de reconocer
           la obra de Dios en la propia experiencia cotidiana, en los acontecimientos de la
           historia y de las culturas de las que formamos parte, en el testimonio de tantos
           hombres y mujeres que nos han precedido o que nos acompañan con su sabidu-
           ría. Todo ello ayuda a crecer en la virtud de la prudencia, articulando la orienta-
           ción global de la existencia con elecciones concretas, con la conciencia serena de
           los propios dones y límites.












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