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Anexo 28


           Jacques Guillet. “El Espíritu de Dios”. En: Xavier Léon Dufour. “Vocabulario de
           Teología Bíblica”.
           En todas las lenguas clásicas y bíblicas “espíritu” es una palabra susceptible de
           sentidos muy diversos. ‘Espíritu’ tiende siempre a  designar en un ser el elemen-
           to esencial e inefable, lo que lo hace vivir y emana de él; lo que es más “él” sin
           que pueda dominarlo.
           A.T. El viento. El espíritu (en hebreo ruah) es el soplo, y en primer lugar el del
           viento. Hay en el viento un misterio: de violencia irresistible, unas veces derriba
           las casas, los cedros, los navíos de alta mar; otras se insinúa en un murmullo; a
           veces seca con su soplo caliente la tierra estéril, y otras veces derrama sobre ella
           el agua fecunda que hace germinar la vida.
           La espiración. Lo mismo que el viento sobre la tierra macisa e inerte, así el hálito
           respiratorio, frágil y vacilante, es la fuerza que sostiene y anima el cuerpo. El
           hombre no es dueño de este aliento, aunque no puede prescindir de él y muere
           cuando se extingue.
           Espíritu de Dios. El Espíritu de Dios no puede separarse del Padre y del Hijo; se
           revela con ellos en Jesucristo, pero tiene su manera propia de revelarse, como
           tiene su propia personalidad. El Hijo, en su humanidad idéntica a la nuestra, nos
           revela a la vez quién es el Espíritu y quién es el Padre, al que no cesa de contem-
           plar. Podemos diseñar los rasgos del Padre y del Hijo, pero el Espíritu no tiene
           un rostro y ni siquiera un nombre capaz de evocar una figura humana. En todas
           las lenguas su nombre (hebreo: ruah; griego: pneuma; latín spiritus) es un nom-
           bre común, tomado de los fenómenos naturales del viento y de la respiración.
           Es imposible tocar el Espíritu; se “oye su voz”, se reconoce su paso por signos
           con frecuencia esplendorosos, pero “no se puede saber de dónde viene ni a dón-
           de  va”  (Jn  3,8).  Actúa  a  través  de  las  personas,  tomando  posesión  de  ellas  y
           transformándolas.  Produce  manifestaciones  extraordinarias  que  “renuevan  la
           faz de la tierra” (Sal 104,30), pero su acción parte siempre del interior y desde el
           interior se le conoce: “Uds. lo conocen, porque mora en ustedes” (Jn 14,17).
           Los grandes símbolos del Espíritu, el agua, el fuego, el aire y el viento, pertene-
           cen al mundo de la naturaleza; evocan sobre todo la invasión de una presencia,
           una expansión irresistible y siempre en profundidad. El Espíritu Santo no es, sin
           embargo, ni más ni menos  misterioso que el Padre y que el Hijo, pero nos re-
           cuerda imperiosamente que Dios es misterio.






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