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La otra orilla
Sin domingos
Mis viejos han pujado como nadie.
Yo apenas la mitad.
En mi pueblo hay testigos.
Todos están muertos
PERO HAY TESTIGOS.
A cada rato mamá se raspa
y papá se come los dientes, ni hablar.
Yo apago las luces para que no vean crecerme encima los hongos,
las arrugas. Papá se hunde y se va.
Mis lágrimas son millones,
pero no envuelven al mundo, así como lo hacía él cuando abrazaba a mamá
y yo aplaudía,
cuando él bailaba con mamá y yo aplaudía,
cuando yo no peleaba con mi hermano, jugaba con mi hermanito o solo jugaba.
Ahora soy una mierda y algo más.
Debería mirarte a los ojos pero estamos en Lima.
Papá decidió hundirse y solo podía hundirse solo.
Yo tengo miedo. Él tiene arrugas.
Mamá no sabe a quién tiene ya:
sus hijos nos vamos cada vez más.
Ella lo sabe. Papá también,
pero no tiene el corazón suficiente. 107
Y yo lo resisto todo solo por haberme clausurado la familia desde que escribo.
Desde que temo. Ahora escribo, pierdo y lloro.
Mis hermanos no me conocen.
Yo no los conozco y ya no puedo.
Los busco y encuentro paredes que me he cosido sobre la cabeza y las manos.
No soy nada. Seres vivos:
oigan y vean esta guerra donde yo mandé
y todos han muerto.
Yo solo me escondía detrás de una hojita de papel para presumir idiota que sé llorar
mejor que nadie.
Yo me he caído y no me he dejado recoger.
He dejado pasar millones de abrazos que perdí como niños en el Mercado.
Pero insisto: mi familia me busca
y yo cobarde no me dejo, me escondo,
me escribo excusas en los ojos para traicionar y decir que fue el miedo.