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sin haber sido habilitada.
Finalmente la destinaron a Kanada II, nombre alemán de Canadá,
llamado así por los prisioneros: una analogía que equiparaba el perverso
lugar a un país que imaginaban repleto de riquezas. Le dijeron a Berta que
debería clasificar objetos de metal.
Un kapo húngaro la condujo a una barraca que albergaba unas cua-
renta mujeres. No, ya no eran mujeres, eran esclavas privilegiadas. Sin
sexo, nombre, familia ni futuro. No llevaban un vestido a rayas sino un
sencillo vestido común seguramente perteneciente a otra —ya etéreo án-
gel—, zapatos en lugar de zuecos y tenían algo de cabello. Charlaban y
fumaban. Ya habían cenado. Con el alma más percudida que el cuerpo y
en forma indolente, se las ingeniaron para explicarle a Berta qué se espe-
raba del lugar y de ella: ciertamente ya no tenía marido ni hijos. Pasando
por los cuatro avernos, ascendieron con alas cenicientas y se mezclaron
con el aire que se respira, los verdes prados y las mugrientas cobijas que
las liberan a sus sueños. Pero iba a recibir una mejor ración de comida que
el resto y un trato no tan brutal, sólo si seguía rigurosamente las reglas.
A la mañana siguiente las levantaron antes de las cuatro. Era de no-
che todavía. Formaron fila con los demás durante horas. Pasaron revista.
Al grupo de Kanada II lo llevaron a un barracón grande como un hangar,
colmado del piso al techo de valijas y ropa. Era todo lo que había llegado
en el convoy del día anterior y que había que clasificar. Se dispondría
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