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legada por su madre en recuerdo de la esclavitud de los hebreos en Egip-
to (aunque los Lubavich no eran judíos devotos), y un sencillo relicario,
también de plata, con las fotos de Edith y de su otro hijo, András.
Luego de ducharla, raparla, despiojarla, proporcionarle la vestimen-
ta a rayas con la estrella amarilla y tatuarle el brazo, Berta ya no era más
Berta. Nadie la hubiera reconocido.
Como en una cinta de Moebius que no se puede ni desarmar ni ali-
near ni anticipar si va hacia arriba o hacia abajo, Berta fue a parar delante
de un pequeño hombrecillo gris, con su uniforme de soldadito de plomo,
sentado delante de la mesa donde se realizaba la segunda selección, la
de aquellos que aún podían inspirar luego de haber exhalado. El solda-
dito anotaba pulcramente los números de las nuevas adquisiciones, sin
siquiera levantar la vista. A su lado, en posición de firme y con la gorra
prolijamente doblada bajo la axila, un prisionero traducía el idioma del
infierno al de la rara familia magiar y viceversa. Sólo preguntaba si te-
nían un oficio. Cuando le tocó el turno a Berta, ella, que sabía hablar en
alemán, le respondió como los demás, en húngaro. Se atrevió a decir: or-
febre. A Berta le pareció que “ama de casa” no le serviría de mucho allí, y
como estaba acostumbrada a ayudar a Imre, le usurpó el oficio. El alemán
la miró sorprendido: “¿Goldschmied?”. Berta tomó la palabra y respon-
dió: “¡Goldschmied jawohl!” (“¡orfebre, sí señor!”), lo cual le valió unos
cuantos azotes con la vara por hablar en forma directa a un oficial alemán
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