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El 4 de junio de 1944 faltaba menos de un año para que finalizara

               la guerra, pero este era un secreto que guardaban las Moiras. Ese día la

               familia Lubavich descendió en la plataforma ad hoc de la última estación

               del tren, llamada “Bosque de abedules” (Birkenau, en alemán). Era el

               primer campo de aniquilación en escala industrial, también denominado

               Auschwitz II. Fueron trasladados junto con una multitudinaria “remesa”

               de judíos húngaros incluidos en el plan cuyo nombre no puede ajustarse

               a ninguna lengua, pues no hay palabra que designe esa atrocidad, es sen-

               cillamente inefable.

                     De los cuatro Lubavich, Berta fue la única que quedó en la fila de

               la derecha, luego de desnudarse y pasar a los saltitos delante del médico

               y de su ayudante. La fila de la izquierda respetaba un recorrido que cul-

               minaba en una pestilente nube de cenizas. Las poquísimas personas que

               engrosaban el grupo de la fila de la derecha se someterían a las leyes de

               la esclavitud.

                     A Berta Lubavich la habían aislado de su esposo y de sus hijos ado-

               lescentes; fue despojada de su valija de cartón y de todo lo que llevaba

               puesto, incluyendo la preciada cadenita de plata que le había ofrecido su

               esposo, Imre, el orfebre de Hatvan. Era una cadena rústica, pues a pesar

               del oficio, no gustaban de accesorios lujosos. Berta colgaba en ella tres

               dijes: un pequeño búho que le había regalado su hija Edith cuando cobró

               su primer sueldo de niñera, una medalla con forma de escarabajo egipcio



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