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de lo inservible y el resto iría a las arcas del Reich. Berta estaba bajo la

              supervisión de tres kapos y dos oficiales de la SS. El desacato del manda-

              miento “no robarás”, aunque se tratara de un trapo mugriento para usar en

              el baño, se coronaba con una bala en la nuca o en la frente. Indefectible-

              mente y con el placer de los verdugos de turno.

                    Abrían valija por valija, hatillo por hatillo, bolsa por bolsa y clasifi-

              caban minuciosamente todo. Tiraban fotos, documentos y objetos rotos o

              en mal estado. El resto era separado por secciones. Berta recogía objetos

              de metal junto con dos polacas y los depositaba en bateas y estanterías ar-

              madas para contenerlos. No podía pensar, no podía llorar, ni enlutarse. Su

              ciclo se había completado el día anterior. Ella fue siempre la contención

              de la familia, la que decía que a ellos no les iba a pasar nada, que en el

              frente oriental avanzaban los rusos. Ahora ya no tenía ideas en su cabeza,

              ni penas en el corazón, tan atroz era su destino. Le habían dicho que podía

              ir durante la noche y tirarse contra el alambrado electrificado. Eso iba a

              hacer, si lograba aguantar hasta la noche.

                    En un momento vio en la batea a su familia, pues habían depositado

              displicentemente su cadenita, su relicario, su escarabajo y el búho. Tuvo

              un impulso. Se limitó a colocarlos junto con los objetos de plata y a no

              permitir que nada los cubriera. A cada rato, quitaba con disimulo lo que

              hubieran colocado sobre ellos.

                    Al finalizar la jornada las hicieron salir del barracón y desnudarse



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