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Más tarde, caminaron por el pueblo. Al ver la torre de la campana, la Beffroi, se quedó tan
impresionada que no se percató de que unos seres gigantescos se dirigían hacia ellos. Al verlos, Cloe
se asustó y se giró para correr en dirección contraria. Casi se cae a uno de los canales. Menos mal
que François la sujetó antes de darse un frío chapuzón.
—¡No te asustes! —dijo para tranquilizarla—. Es la fiesta de Gayants, donde los habitantes de Douai
se disfrazan de gigantes. No son peligrosos.
Cloe se calmó y se acercó para observarlos. Escuchó una lengua extraña, una que no era la habitual.
—No hablan francés —le aclaró François, que adivinó por su expresión lo que pensaba—, es
flamenco. Antiguamente, este pueblo pertenecía a Flandes.
—¿Flamenco? ¿Una lengua? —Cloe, acostumbrada a oír y bailar flamenco en Andalucía, no
comprendía cómo también se podía llamar así a una lengua, a un animal… ¿Por qué no inventaban
palabras nuevas, en lugar de repetir la misma para confundirla?
François decidió llevarla al norte, al Paso de Calais. Allí, pasearon por playas de arenas finas y
blancas, con dunas, acantilados e incluso bordeadas de pinos. ¡Cómo cambiaban esas playas cada
dos pasos!
—¿Quieres visitar Inglaterra? —preguntó François, que nunca se había alejado tanto de su tierra–.
Sólo hay que coger el eurotúnel.
—¿Inglaterra? ¿Ya conozco toda Francia?
—No, aún me queda mucho por mostrarte, sólo nos daremos un paseo en tren.
A medida que el transporte se alejaba de Francia, François se volvía más y más transparente.