Page 55 - Amor en tiempor de Colera
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por la ventana, y  nunca aprendió a  nadar.  Poco después se nubló  la  tarde, el aire se
                    volvió frío  y  húmedo, y  oscureció  tan pronto  que debieron guiarse por el faro para
                    encontrar  el puerto. Antes de  entrar en la bahía, vieron pasar muy cerca de  ellos el
                    transatlántico de  Francia con  todas las luces encendidas,  enorme  y blanco, que iba
                    dejando un rastro de guiso tierno y coliflores hervidas.
                          Así perdieron tres domingos, y habrían seguido perdiéndolos todos, si Florentino
                    Ariza no hubiera resuelto compartir su secreto con Euclides. Éste modificó entonces todo
                    el plan de la búsqueda, y se fueron a navegar por el antiguo canal de los galeones, que
                    estaba a más de veinte leguas náuticas al oriente del lugar previsto por Florentino Ariza.
                    Antes de dos meses, una tarde de lluvia en el mar, Euclides permaneció mucho tiempo
                    en el fondo, y el cayuco había derivado tanto que tuvo que nadar casi media hora para
                    alcanzarlo,  pues Florentino  Ariza  no consiguió acercarlo con los remos. Cuando por fin
                    logró abordarlo, se sacó de la boca y mostró como un triunfo de la perseverancia dos
                    aderezos de mujer.
                          Lo que  entonces  contó era tan fascinante, que Florentino Ariza se prometió
                    aprender a nadar, y a sumergirse hasta donde fuera posible, sólo por comprobarlo con
                    sus ojos. Contó que en aquel sitio, a sólo dieciocho metros de profundidad, había tantos
                    veleros antiguos acostados  entre  los  corales,  que  era imposible calcular siquiera  la
                    cantidad, y estaban diseminados  en un  espacio tan  extenso que  se perdían  de vista.
                    Contó que lo más sorprendente era  que  de las  tantas carcachas de  barcos  que  se
                    encontraban a flote en  la bahía, ninguna estaba  en  tan buen estado como las naves
                    sumergidas. Contó que había varias carabelas todavía con las velas intactas, y que las
                    naves hundidas eran visibles en el fondo, pues parecía como si se hubieran hundido con
                    su espacio y su tiempo, de modo que allí seguían alumbradas por el mismo sol de las
                    once de la mañana del sábado 9 de junio en que se fueron a pique. Contó, ahogándose
                    por el propio ímpetu de su imaginación, que el más fácil de distinguir era el galeón San
                    José, cuyo nombre era visible en la popa con letras de oro, pero que al mismo tiempo era
                    la nave más dañada por la artillería de los ingleses. Contó haber visto adentro un pulpo
                    de más de tres siglos de viejo, cuyos tentáculos salían por los portillos de los cañones,
                    pero había crecido tanto en el comedor que para liberarlo habría que desguazar la nave.
                    Contó que había visto el cuerpo del comandante con su uniforme de guerra flotando de
                    costado dentro del acuario del castillo, y que si no había descendido a las bodegas del
                    tesoro fue porque el  aire de los pulmones no le  había alcanzado. Ahí estaban las
                    pruebas: un arete con una  esmeralda,  y  una medalla de la  Virgen  con su cadena
                    carcomida por el salitre.
                          Esa fue la primera mención del tesoro que Florentino Ariza le hizo a Fermina Daza
                    en una carta que le mandó a Fonseca poco antes de su regreso. La historia del galeón
                    hundido le era familiar, porque ella le había oído hablar de él muchas veces a Lorenzo
                    Daza, quien perdió  tiempo  y dinero tratando de  convencer a una compañía  de buzos
                    alemanes que se asociaran con él para rescatar el tesoro sumergido. Habría persistido en
                    la empresa, de no haber sido porque varios miembros de la Academia de la Historia lo
                    convencieron de  que la leyenda del  galeón  náufrago era  inventada  por  algún  virrey
                    bandolero, que de ese modo se había alzado con los caudales de la Corona. En todo caso,
                    Fermina Daza sabía que el galeón estaba a una profundidad de doscientos metros, donde
                    ningún ser humano podía alcanzarlo, y no a los veinte metros que decía Florentino Ariza.
                    Pero estaba tan acostumbrada a sus excesos poéticos, que celebró la aventura del galeón
                    como uno de los mejor logrados. Sin embargo, cuando siguió recibiendo otras cartas con
                    pormenores todavía más fantásticos, y escritos con tanta seriedad como sus promesas
                    de amor, tuvo que confesarle a Hildebranda su temor de que el novio alucinado hubiera
                    perdido el juicio.

                          Por esos días, Euclides había salido a flote con tantas pruebas de su fábula, que ya
                    no era asunto de seguir triscando aretes y anillos desperdigados entre los corales, sino
                    de capitalizar una  empresa  grande para  rescatar  el  medio  centenar de naves con la
                    fortuna babilónica que llevaban dentro. Entonces ocurrió lo que tarde o temprano había
                    de ocurrir, y fue  que Florentino Ariza  le pidió ayuda a  su  madre  para  llevar  a  buen

                                                                              Gabriel García Márquez  55
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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