Page 51 - Amor en tiempor de Colera
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por las calles del pueblo en medio del fragor de los fuegos artificiales. La casa estaba en
                    el marco de la Plaza Grande, junto a la iglesia colonial varias veces remendada, y parecía
                    más bien una factoría de hacienda por los aposentos amplios y sombríos, y el corredor
                    oloroso a guarapo caliente frente a un huerto de árboles frutales.
                          Tan pronto como desmontaron en  las caballerizas, los salones de  visita  fueron
                    desbordados por numerosos parientes desconocidos que hostigaban a Fermina Daza con
                    sus efusiones insoportables, pues estaba impedida para  querer a nadie  más en  este
                    mundo, escaldada por la montura, muerta de sueño y con el vientre suelto, y lo único
                    que ansiaba era un sitio solitario y quieto para llorar. Su prima Hildebranda Sánchez, dos
                    años  mayor que ella  y con su misma  altivez imperial, fue la única que comprendió su
                    estado desde que la vio por primera vez, porque también ella se consumía en las brasas
                    de un  amor temerario. Al anochecer la  llevó  al dormitorio que  había preparado para
                    compartirlo con ella, y no pudo entender que estuviera viva con las úlceras de fuego de
                    sus asentaderas. Ayudada por su madre, una mujer muy dulce y tan parecida al esposo
                    como si fueran  gemelos, le preparó  un baño de  asiento  y le mitigó  los  ardores con
                    compresas  de  árnica,  mientras los truenos  del castillo de pólvora  estremecían los
                    fundamentos de la casa.
                          Hacia la medianoche se fueron  las visitas,  la fiesta pública  se descompuso en
                    varios rescoldos dispersos, y la prima Hildebranda le prestó a Fermina Daza un camisón
                    de madapolán  para dormir, y  la ayudó  a acostarse en una  cama  de  sábanas tersas y
                    almohadas de plumas que le infundieron de pronto el pánico instantáneo de la felicidad.
                    Cuando  por fin quedaron solas  en el dormitorio, cerró  la puerta  con tranca  y  sacó  de
                    debajo de la  estera  de su cama  un  sobre  de manila  lacrado  con  los emblemas  del
                    Telégrafo Nacional. A Fermina Daza le bastó con ver la expresión de malicia radiante de
                    la prima  para que retoñara  en  la memoria  de su corazón  el  olor pensativo  de las
                    gardenias  blancas,  antes de triturar el  sello  de  lacre  con los dientes y quedarse
                    chapaleando  hasta  el amanecer en el pantano de lágrimas  de los  once telegramas
                    desaforados.
                          Entonces lo supo. Antes de emprender el viaje, Lorenzo Daza había cometido el
                    error de anunciarlo por telégrafo a su cuñado Lisímaco Sánchez, y éste a su vez había
                    mandado la noticia a su vasta e intrincada parentela, diseminada en numerosos pueblos
                    y veredas de  la provincia.  De  modo que  Florentino Ariza no sólo pudo averiguar  el
                    itinerario completo, sino que había establecido una larga hermandad de telegrafistas para
                    seguir el rastro de Fermina Daza hasta la última ranchería del Cabo de la Vela. Esto le
                    permitió mantener con ella una  comunicación intensa  desde que  llegó a  Valledupar,
                    donde permaneció tres meses, hasta el término del viaje en Riohacha, un año y medio
                    después, cuando Lorenzo Daza dio por hecho que la hija había por fin olvidado, y decidió
                    volver a casa.  Tal vez  él mismo no era  consciente  de cuánto  se   había  relajado  su
                    vigilancia, distraído como estaba con los halagos de los parientes políticos, que al cabo
                    de tantos años habían depuesto sus prejuicios tribales y lo admitieron a corazón abierto
                    como uno de los suyos. La visita fue una reconciliación tardía, aunque no hubiera sido
                    ese el propósito. En efecto, la familia de Fermina Sánchez se había opuesto a toda costa
                    a que ella se casara con un inmigrante sin origen, hablador y bruto, que siempre estaba
                    de paso  en  todas partes,  con un  negocio  de mulas  cerreras  que parecía demasiado
                    simple para ser limpio. Lorenzo Daza se jugaba a fondo, porque su pretendida era la más
                    preciada de una familia típica  de  la región: una cábila intrincada de mujeres bravas  y
                    hombres de corazón tierno y gatillo fácil, perturbados hasta la demencia por el sentido
                    del honor. Sin embargo, Fermina Sánchez se sentó en su capricho con la determinación
                    ciega de los amores contrariados, y se casó con él a despecho de la familia, con tanta
                    prisa y tantos misterios, que pareció como si no lo hiciera por amor sino por cubrir con
                    un manto sacramental algún descuido prematuro.
                          Veinticinco años después, Lorenzo Daza no se daba cuenta de  que  su
                    intransigencia con los amoríos de la hija era una repetición viciosa de su propia historia,
                    y se dolía de su desgracia ante los mismos cuñados que se habían opuesto a él, como
                    éstos  se habían  dolido  en su momento ante  los suyos.  Sin embargo,  el tiempo  que él

                                                                              Gabriel García Márquez  51
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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