Page 48 - Amor en tiempor de Colera
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con súplicas mal disimuladas, se  encontró con una  pantera herida  que nunca  más
                    volvería a tener quince años.
                          Trató de  seducirla con  toda clase de halagos. Trató de  hacerle  entender  que el
                    amor a su edad era un espejismo, trató de convencerla por las buenas de que devolviera
                    las cartas y regresara al colegio a pedir perdón de rodillas, y le dio su palabra de honor
                    de que él sería el primero en ayudarla a ser feliz con un pretendiente digno. Pero era
                    como hablarle a un muerto. Derrotado, terminó por perder los estribos en el almuerzo
                    del lunes,  y  mientras se  atragantaba de improperios y  blasfemias  al  borde de  la
                    conmoción, ella  se  puso  el  cuchillo  de la carne  en el cuello,  sin dramatismo  pero con
                    pulso firme,  y con unos  ojos  atónitos que  él no se  atrevió  a desafiar. Fue entonces
                    cuando  asumió  el  riesgo de  hablar  cinco minutos, de  hombre a hombre,  con el
                    advenedizo infausto que no  recordaba  haber  visto  nunca,  y que  en tan  mala  hora se
                    había puesto de través en su vida. Por pura costumbre cogió el revólver antes de salir,
                    pero tuvo el cuidado de llevarlo escondido debajo de la camisa.
                          Florentino Ariza  no había  recobrado el aliento cuando  Lorenzo  Daza lo llevó  del
                    brazo por la Plaza de la Catedral hasta la galería de arcos del Café de la Parroquia, y lo
                    invitó a sentarse en la terraza. No había otros clientes a esa hora, y una matrona negra
                    fregaba las baldosas del enorme salón con vitrales astillados y polvorientos, cuyas sillas
                    estaban todavía puestas patas arriba sobre las mesas de mármol. Florentino Ariza había
                    visto allí  muchas  veces  a  Lorenzo Daza  jugando y  tomando vino de barril  con  los
                    asturianos del mercado público, mientras se peleaban a gritos por otras guerras crónicas
                    que  no eran  las nuestras. Muchas  veces, consciente del fatalismo  del amor, se
                    preguntaba  cómo  sería el  encuentro  que  tarde o  temprano iba a  tener  con él,  y  que
                    ningún poder humano había de impedir, porque  estaba inscrito desde siempre en  el
                    destino de ambos. Lo suponía como un altercado desigual, no sólo porque Fermina Daza
                    lo había prevenido en las cartas sobre el carácter tempestuoso de su padre, sino porque
                    él mismo había notado que sus ojos parecían coléricos hasta cuando reía a carcajadas en
                    la mesa de juego. Todo  él  era un  tributo  a la ordinariez: la panza innoble,  el  habla
                    enfática, las patillas de lince, las manos bastas con el anular sofocado por la montura de
                    ópalo. Su único rasgo enternecedor, que Florentino Ariza reconoció desde la primera vez
                    que lo vio caminar, era que tenía el mismo andar de venada de la hija. Sin embargo,
                    cuando le indicó la silla para que se sentara no lo encontró tan áspero como parecía, y
                    recobró el aliento cuando lo invitó a tomarse una copa de anisado. Florentino Ariza no lo
                    había bebido nunca a las ocho de la mañana, pero aceptó agradecido, porque lo estaba
                    necesitando con urgencia.
                          Lorenzo Daza, en efecto, no tardó más de cinco minutos para dar sus razones, y lo
                    hizo  con  una sinceridad  desarmante que acabó  de confundir  a Florentino Ariza. A la
                    muerte de su esposa se había impuesto el propósito único de hacer de la hija una gran
                    dama. El camino  era largo e  incierto para un traficante  de  mulas  que no sabía leer ni
                    escribir, y cuya reputación de cuatrero no estaba tan probada como bien difundida en la
                    provincia de San Juan de la Ciénaga. Encendió un tabaco de arriero, y se lamentó: “Lo
                    único peor que la mala salud es la mala fama”. Sin embargo, dijo, el verdadero secreto
                    de su fortuna era que ninguna de sus mulas trabajaba tanto y con tanta determinación
                    como él  mismo,  aun en los  tiempos  más agrios de las  guerras, cuando  los  pueblos
                    amanecían  en cenizas y los campos devastados. Aunque la hija  no  estuvo  nunca  al
                    corriente de la premeditación de su destino, se comportaba como un cómplice entusiasta.
                    Era inteligente y metódica, hasta el punto de que enseñó a leer al padre tan pronto como
                    aprendió ella, y a los doce años tenía un dominio de la realidad que le hubiera bastado
                    para llevar  la casa sin  necesidad de la tía  Escolástica. Suspiró: “Es  una  mula  de oro”.
                    Cuando la hija terminó la escuela primaria, con cinco en todo y mención de honor en el
                    acto de clausura, él comprendió  que  el  ámbito  de San  Juan de la  Ciénaga le  quedaba
                    estrecho a sus ilusiones. Entonces liquidó tierras y animales, y se trasladó con ímpetus
                    nuevos y setenta mil pesos oro a esta ciudad en ruinas y con sus glorias apolilladas, pero
                    donde una mujer bella y educada a la antigua tenía aún la posibilidad de volver a nacer
                    con un matrimonio  de  fortuna. La  irrupción  de Florentino Ariza había sido  un  tropiezo
                    imprevisto en aquel  plan encarnizado.  “Así  que he venido a  hacerle  una súplica”,  dijo
                     48  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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